Padre no había viajado desde Berlín en el mismo coche que ellos aquella mañana. Se había marchado unos días antes.
Madre, Gretel, María, el cocinero, el mayordomo y Bruno se habían dedicado a meter sus cosas en cajas y cargarlas en un gran camión que las trasladaría a su nueva casa de Auchviz.
La última mañana, metieron sus últimos objetos personales en las maletas y un coche oficial con banderitas rojas y negras en el capó se detuvo ante su puerta para llevárselos de allí.
Madre, María y Bruno fueron los últimos en salir de la casa. Cuando echaron un último vistazo al recibidor donde habían pasado tantos momentos difíciles, Bruno vio que Madre tenía lágrimas en los ojos.
–Vamos, Bruno. Espero que podamos volver aquí algún día, cuando haya terminado todo esto –dijo, cogiéndole la mano y cerrando la puerta con llave.
El coche oficial con las banderitas en el capó los llevó a una estación de ferrocarril. Bruno y su familia subieron a un tren muy cómodo en el que viajaban muy pocos pasajeros y quedaban muchos asientos vacíos. Había mucha gente en el andén y Bruno tuvo ganas de gritar a aquella gente que en su vagón iban muy pocos y quedaban muchos asientos vacíos, pero no lo hizo porque intuyó que seguramente pondría furiosa a Gretel.
Bruno no había visto a su padre desde la llegada a la nueva casa de Auchviz. No había oído la fuerte voz de Padre ni una sola vez, ni el sonido de sus pesadas botas.
En cambio sí había gente que entraba y salía, y mientras trataba de decidir qué era lo mejor que podía hacer, Bruno oyó un gran alboroto que provenía de abajo. Salió al pasillo y se asomó a la barandilla.
Vío la puerta del despacho de Padre abierta, y a cinco hombres delante, riendo y estrechándose las manos. Padre estaba en el centro del grupo con su uniforme recién planchado. Mientras lo observaba desde arriba, Bruno sintió miedo y admiración a la vez.
Padre alzó una mano e inmediatamente los demás guardaron silencio.
–Caballeros, agradezco mucho sus sugerencias y sus palabras de ánimo. Empezaremos de nuevo, pero lo haremos mañana. Porque ahora será mejor que ayude a mi familia a instalarse, o tendré más problemas aquí dentro de los que tienen ellos ahí fuera, ya me comprenden –dijo el Padre a los soldados que estaban con él, y esa vez Bruno entendió todas y cada una de las palabras que oyó.
Los otros rieron y le estrecharon la mano. Antes de marcharse, formaron una hilera y saludaron estirando un brazo al frente, como Padre había enseñado a saludar a Bruno, con la palma de la mano hacia abajo, levantando el brazo con un firme movimiento mientras gritaban las dos palabras que a Bruno le habían enseñado que debía decir siempre que alguien se las dijera a él. Entonces se marcharon y Padre volvió a su despacho, donde está Prohibido Entrar Bajo Ningún Concepto y Sin Excepciones.
Bruno bajó despacio la escalera y dudó un instante frente a la puerta. Estaba triste porque Padre no había subido a verlo durante la hora, más o menos, que él llevaba en la casa nueva, aunque ya le habían explicado que Padre estaba muy ocupado y no había que molestarlo por tonterías como un saludo. Pero los soldados ya se habían marchado y pensó que no pasaría nada si llamaba a la puerta.
Bruno sabía que no tenía que entrar en el despacho de Padre y no molestarle. Sin embargo, como llevaban varios días sin verse, pensó que no le importaría que por una vez llamara a la puerta.
Bruno llamó a la puerta dos veces porque la primera vez no le oyó Padre. Escuchó una voz potente al otro lado de la puerta: “¡Pase!”, y Bruno entró y se quedó asombrado de lo que veía. El resto de la casa quizá fuera un poco oscura y triste y sin muchas posibilidades para la exploración, pero aquella habitación era otra cosa. Para empezar, el techo era muy alto y en el suelo había una alfombra. Las paredes apenas se veían, recubiertas de estantes de caoba oscura llenos de libros, como los que había en la biblioteca de la casa de Berlín.
En la pared del fondo había unas enormes ventanas que daban al jardín. En el centro de la habitación, sentado detrás de un enorme escritorio de roble, estaba Padre, que levantó la vista de sus papeles y mostró una amplia sonrisa.
–¡Bruno! Hijo mío –exclamó su Padre. Rodeó el escritorio y le estrechó la mano con firmeza, porque Padre no era de la clase de personas que dan abrazos.
–Hola, Padre –dijo Bruno en voz baja.
–Bruno, pensaba subir a verte ahora mismo, te lo aseguro. Sólo tenía que acabar una reunión y escribir una carta. Veo que habéis llegado bien, ¿no? –preguntó Padre.
–Sí, Padre –respondió Bruno.
–¿Has ayudado a tu Madre y a tu hermana a cerrar la casa?
–Sí, Padre –respondió Bruno.
–Estoy orgulloso de ti. Siéntate, hijo –dijo Padre señalando el amplio sillón que había enfrente de su escritorio, y Bruno se sentó en él, mientras Padre volvía a su asiento detrás del escritorio y lo miraba fijamente.
–¿Y bien? ¿Qué opinas?
–¿Que qué opinó? ¿Qué opino de qué? –preguntó también Bruno.
–De tu nuevo hogar. ¿Te gusta? –dijo Padre
–No. Creo que deberíamos volver a casa –contestó Bruno con coraje.