Durante un tiempo nada cambió en Auchviz.
Bruno tenía que aguantar a Gretel, que se ponía muy antipática con él cuando estaba de mal humor, que era casi siempre, porque su hermana era tonta de remate.
Y seguía queriendo volver a su casa de Berlín, aunque los recuerdos de la vida en Berlín empezaban a borrarse. Llevaba varias semanas sin escribir al Abuelo o la Abuela.
Los soldados continuaban entrando y saliendo todos los días de la semana, con reuniones en el despacho de Padre, donde estaba Prohibido Entrar Bajo Ningún Concepto y Sin Excepciones.
El teniente Kotler seguía paseándose con sus botas negras, como si no hubiera en el mundo nadie más importante que él. Y cuando no se encontraba con Padre, estaba en el camino de la casa hablando con Gretel mientras ella reía nerviosa y se rizaba el cabello con los dedos, o susurrando en alguna habitación con Madre. Las criadas seguían lavando, barriendo, cocinando, limpiando, sirviendo, recogiendo, y nunca hablaban con nadie a no ser que se les hablase directamente a ellas. María seguía dedicando la mayor parte del tiempo a ordenar la ropa de Bruno y asegurarse de que estuviera bien doblada en su armario.
Y Pavel seguía acudiendo a la casa todas las tardes para pelar patatas y zanahorias y ponerse luego su chaqueta blanca y servir la cena. (A veces Bruno lo veía mirar su rodilla, donde se veía una pequeña cicatriz que se hizo en el accidente con el columpio, pero nunca se dirigían la palabra.)
Y entonces cambiaron las cosas. Padre decidió que ya era hora de que sus hijos volvieran a estudiar, aunque a Bruno le parecía ridículo que montaran una escuela solo para dos alumnos. Pero Madre y Padre pensaron que era necesario contratar a un profesor particular que fuera a casa todos los días para darles clases por las mañanas y por las tardes.
Unos días después, una persona llamada Liszt llegó por el camino con su viejo automóvil y comenzaron las clases. El profesor Liszt era un misterio para Bruno. Aunque en general se mostraba simpático y nunca le pegaba como hacía su profesor anterior de Berlín, algo en su mirada le hacía pensar que tenía mucha rabia interior, que podía liberarse en cualquier momento.
Al profesor Liszt le gustaba mucho la geografía y la historia, mientras que Bruno prefería la lectura y el dibujo.
–Eso no te servirá para nada. Hoy en día es mucho más importante conocer mejor las ciencias sociales –insistía el profesor.
–En Berlín, la Abuela siempre nos dejaba interpretar obras de teatro –dijo Bruno en cierta ocasión.
–Pero tu abuela no era tu maestro, ¿verdad que no? Era tu abuela. Y yo soy tu maestro, así que estudiarás las cosas que yo crea importantes y no sólo las que te gustan –contestó el profesor Liszt.
–Pero ¿no son importantes los libros? –preguntó Bruno.
–Sí, los libros que tratan de cosas importantes –explicó el profesor Liszt–. Pero no los libros de cuentos. Los libros sobre cosas que nunca han pasado, no. A ver, ¿qué sabes tú de tu historia, joven?
–Bueno, sé que nací el 15 de abril del 34...
–No me refiero a tu historia personal. Me refiero a la historia de quién eres y de dónde vienes. A tu patrimonio familiar. A tu Patria, la tierra de tus padres.
Bruno reflexionó. No estaba muy seguro de tener una Patria, porque, aunque la casa de Berlín era grande y cómoda, no había mucho jardín alrededor. Y también sabía que sus padres no eran los propietarios de Auchviz, aunque allí sí había mucha tierra.
–No sé mucho de historia. Pero sí se algo de la Edad Media. Me gustan las historias de caballeros, aventuras y exploraciones –contestó Bruno.
–Entonces, eso es lo que tengo que cambiar, no leer libros de cuentos y enseñarte más cosas sobre tus orígenes. Sobre las grandes injusticias que has sufrido –dijo el profesor Liszt.
Bruno se mostró satisfecho, pensó que le darían una explicación sobre por qué se habían visto obligados a marchar todos de su cómoda casa y dirigirse a aquel lugar tan espantoso.
Unos días más tarde, estando solo en su habitación, Bruno empezó a pensar en todo lo que le gustaba hacer en su antigua casa y que no podía repetir en Auchviz. La mayoría de cosas no había podido hacerlas porque ya no tenía amigos con quienes divertirse y Gretel nunca jugaba con él. Pero había una cosa que sí podía realizar solo y que siempre hacía en Berlín: jugar a los exploradores.
Cuando Bruno era pequeño le gustaba explorar. Cuando vivía en Berlín lo conocía todo y podía encontrar todo lo que quisiera incluso con los ojos vendados. En Auchviz estaba todo por explorar. Así que pensó que había llegado el momento de empezar a explorar.
Y a continuación, antes de poder cambiar de opinión, saltó de la cama, cogió un abrigo y un par de botas viejas y se preparó para salir de la casa.
No tenía sentido explorar dentro. Aquella casa no era como la de Berlín, que tenía muchos rincones y extraños cuartitos. Aquella casa era malísima para explorar. Si quería jugar a los exploradores, tendría que salir fuera.
Bruno llevaba meses mirando por la ventana de su dormitorio y contemplando el jardín, la alta alambrada, las casas y edificios que había detrás y la gente que vivía allí con sus pijamas de rayas. Y aunque observaba mucho a esas personas con sus pijamas de rayas, nunca se había preguntado qué significaba todo eso.