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Shmuel contesta a Bruno

Después de que Bruno había preguntado a Shmuel sobre la gente del otro lado de la alambrada, Shmuel le explicó cómo era su vida antes de llegar a aquel lugar.

–Antes de venir aquí, yo vivía con mi madre, mi padre y mi hermano Josef en un pequeño piso encima del taller donde mi padre fabricaba relojes. Yo tenía un reloj muy bonito que me había regalado mi padre, pero ya no lo tengo.

–¿Qué pasó con el reloj? –preguntó Bruno.

–Me lo quitaron los soldados –respondió Shmuel.

Shmuel siguió contando a Bruno cómo las cosas fueron cambiando en su familia.

–Un día, cuando llegué a casa, mi madre nos estaba haciendo brazaletes con una tela que le habían dado. Había dibujaba una estrella en cada uno. Y cada vez que salíamos de casa, teníamos que ponernos uno de esos brazaletes.

–Mi padre también lleva un brazalete en su uniforme. Es muy bonito. Es rojo, con un dibujo en blanco y negro –dijo Bruno.

Bruno dijo que a él le gustaría llevar un brazalete pero no sabía cuál prefería, si el de su Padre o el de Shmuel.

Shmuel siguió contando su historia, aunque cuando recordaba su antigua casa encima de la relojería se ponía muy triste.

–Un día llegué a casa y mi madre me dijo que se tenían que ir de la casa lo antes posible porque ya no podían seguir viviendo en ella.

–¡A mí me pasó lo mismo! –exclamó Bruno, alegrándose de saber que no era el único niño al que le habían obligado a irse de su casa.

–Tuvimos que irnos a otro barrio de la ciudad, donde los soldados levantaron un gran muro que separaba el barrio del resto de la ciudad. Mi madre, mi padre, mi hermano y yo teníamos que vivir en una habitación –explicó Shmuel.

–¿Todos juntos en la misma habitación? –preguntó Bruno.

–Todos en la misma habitación. Y también había otra familia. En total éramos 11 personas en la habitación.

Bruno no creía que once personas pudieran vivir juntas en la misma habitación, pero no le dijo nada a Shmuel.

–Vivimos varios meses en ese barrio, que no me gustaba nada. Un día llegaron los soldados con unos camiones enormes. Nos hicieron salir a todos de la casas. Mucha gente no quiso salir y se escondió donde pudo, pero creo que al final los capturaron a todos. Y los camiones nos llevaron a un tren. El tren era horrible, había demasiada gente en los vagones. Y no se podía respirar. Y olía muy mal –continuaba explicando Shmuel y mientras contaba todo esto estaba a punto de llorar.

–Eso es porque os metisteis todos en el mismo tren. Cuando nosotros vinimos aquí, había otro tren al lado del andén, pero creo que nadie lo había visto. Nosotros nos subimos a ese tren, podrías haberte subido al mío –dijo Bruno a Shmuel, recordando los 2 trenes que había visto en la estación el día que marchaban de Berlín.

–No creo que nos hubieran dejado. Era imposible salir del vagón, no había puertas –dijo Shmuel.

–Claro que había puertas. Están al final, después de la cafetería –comentó Bruno.

–No había ninguna puerta. Si hubiera habido alguna puerta, nos habríamos marchado todos –insistió Shmuel.

Bruno dijo en voz baja que sí había puertas, pero Shmuel no lo escuchó.

–Cuando por fin el tren se paró estábamos en un sitio dónde hacía mucho frío y tuvimos que venir hasta aquí a pie –continuó Shmuel.

–Nosotros vinimos en coche –explicó Bruno.

–A mi madre se la llevaron, y a mi padre, a Josef y a mí nos pusieron en las cabañas que hay aquí –dijo Shmuel con tristeza.

–¿Hay muchos más niños al otro lado de la alambrada? –preguntó Bruno.

–Sí, cientos –contestó Shmuel.

–¿Cientos?, qué injusticia. En este lado de la alambrada no hay nadie con quien jugar. Ni una sola persona –dijo Bruno.

Shmuel le dijo a Bruno que aunque había muchos niños nunca jugaban, ni a fútbol ni a nada.

Al cabo de un rato a Shmuel le dolía tanto el estómago de hambre que tenía, que le preguntó a Bruno:

–No habrás traído nada para comer, ¿verdad?

–No, lo siento. Quería traer un poco de chocolate, pero se me olvidó –contestó Bruno.

–No tendrás un poco de pan, ¿verdad?

Bruno negó con la cabeza.

Entonces Shmuel decidió que era la hora de volver a la cabaña, porque si se enteraban de que estaba ahí tendría graves problemas.

–Algún día podrías venir a cenar con nosotros –dijo Bruno, aunque no estaba seguro de que fuera buena idea.

–Sí, algún día –dijo Shmuel, que tampoco parecía convencido.

–O podría ir yo a cenar con vosotros. Así podría conocer a tus amigos –propuso Bruno.

–Es que estás al otro lado de la alambrada –dijo Shmuel.

–Podría colarme por debajo –sugirió Bruno. Se agachó y levantó la base de la alambrada y formó un hueco en el suelo por el que podía pasar un niño como él.

Los amigos se despidieron y se separaron. De camino a casa Bruno tenía ganas de contar a su familia las aventuras de aquella tarde y de su nuevo amigo, pero conforme avanzaba y llegaba a su casa pensó que sería mejor no decir nada a su familia porque entonces igual le prohibían volver a ver a Shmuel. Sería su secreto, suyo y de Shmuel.



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En el texto hay: guerra, trsiteza, amisad

Editado: 19.04.2022

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