Engaño 3. Cómplices sobre el escenario

Capítulo VIII. El beso que pudo haber sido

Por fin había llegado el gran día. Luego de un corto pero intenso periodo de ensayos, se había acabado el tiempo de las excusas y era momento de pasar a la acción, demostrar de qué estaban hechos sus corazones y, en la medida de lo posible, deslumbrar a un jurado avezado y a miles de espectadores que se darían cita para una velada singular.

No obstante los nervios, la ansiedad y el temor que generaba una competencia exigente en la que había más en juego que una simple medalla, en algunas casas el clima enrarecido tornaba imposible la concentración que ameritaba el evento y los problemas cotidianos, esos que el certamen de baile había venido a agudizar, cobraban un protagonismo peligroso que amenazaba no solo el buen desempeño sobre el escenario sino, y más importante, el futuro que asomaba inclemente.

—¿Cómo está la mujer más linda del continente? —inquirió Jorge ingresando a la habitación con un enorme y coqueto ramo de rosas y una bolsa más pequeña a cuestas.

—Me parece que te equivocaste de puerta —replicó Mónica mientras hurgaba en su amplio vestidor.

—No comprendo.

—Ya lo sé todo.

—¿A qué te refieres? —preguntó frunciendo el ceño—. Solo te traje un ramo de flores y una caja de tus bombones favoritos.

—Lo haces para lavar una conciencia sucia —reviró.

—De acuerdo —suspiró arrojando el ramo de mala gana sobre la cama matrimonial—, me rindo, dímelo de una vez.

—Encima tienes el tupé de hacerte el desentendido; me das pena.

—¿Serías tan amable de abandonar las indirectas y decirme por qué me atacas? —exigió cruzando de brazos.

—Ayer tuvimos el ensayo general; el último ensayo antes de la gran cita.

—¿Acaso olvidé pagar la renta de ese costoso salón? —ironizó.

—Esteban dijo que hace un par de días te encontró en casa de Silvana.

—Puedo explicarte.

—No hace falta —sentenció—, conozco hasta el más mínimo de los detalles de tu traición.

—¿Traición? —se exaltó—. Mira, no sé qué te habrá dicho ese bueno para nada, pero te aseguro que no es cierto.

—Eres patético.

—Si tan solo me dejaras excusarme.

—¿Para que intentes tergiversar la verdad?

—Fui para decirle que no compita en el certamen de baile —contestó acercándose despacio, en son de paz.

—¿Disculpa?

—Lo hice para ti —insistió—, para aliviar un poco del estrés que cargas por esa maldita reyerta entre ustedes.

—Ni siquiera eres buen mentiroso.

—Lo juro.

—Según Esteban solo te faltaba un moño adornando tu cabeza; estabas regalado —le reprochó vehemente.

—Ese charlatán lo dice porque quiere separarnos.

—¡Qué estupidez!

—Tú estás obnubilada —le reprochó—, por eso no ves con claridad lo que ocurre frente a tus narices.

—¿Ahora qué insinúas?

—Él te quiere como su amante.

—Es lo más ridículo que te oí decir en mucho tiempo.

—Silvana está a punto de dejarlo, por eso ahora corre desesperado hacia ti.

—¿Dices que soy su premio consuelo? —preguntó adolorida en su orgullo.

—Quiere destruirnos.

—No te creo Jorge, no creo una sola palabra de lo que dices.

—Silvana confesó que me extrañaba —alegó—, que por mucho que lo intentó no pudo olvidarse de mí.

—E imagino que le dijiste que me amabas, que lo de ustedes era un imposible.

—Lo hice.

—Eres un mentiroso.

—¿Acaso te contó tu compañero que cuando llegué, él estaba bajo el filo de un imponente cuchillo?

—¿Qué cosa? —inquirió petrificada, con los ojos a punto de salirse de sus cuencas.

—Silvana le dijo que su relación estaba terminada y el muy maldito, el muy pervertido, intentó por la fuerza lo que no pudo a base de convicción.

—¿Dices que intentó forzarla a…

—Si yo no hubiera llegado, temo que ahora no estarías alistándote para una competencia —interrumpió.

—No comprendo.

—Tu pareja estaría en la cárcel y tú y yo declarando frente a un juez.

—Eso no fue lo que Esteban me dijo —balbuceó desconcertada.

—Por supuesto —sonrió—, nadie va por ahí contando que la mujer de su vida lo abandonó.

—¿Por qué me mentiría?

—Te lo digo, quiere alejarte de mis brazos.

—Si mal no recuerdo, hace menos de una semana pusiste mis maletas en la entrada, acusándome de serte infiel.

—Y lo sostengo.

—¿Disculpa? —se exasperó.




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