Engaño 5. Un sentimiento frío como el hielo

Capítulo I. El día después

—Me lo cuentas y no lo creo —dijo Irina con los ojos abiertos bañados de sorpresa, buscándole una explicación al sinsentido.

—Créeme, aun me gustaría estar soñando, inmersa en una profunda y desagradable pesadilla de lo que pronto voy a despertar.

—¿Pero por qué lo hiciste? —le recriminó saliendo al fin del estado de estupefacción.

—No tengo una explicación; al menos no una satisfactoria.

—Explícamelo de nuevo.

—¿Acaso quieres matarme aquí mismo? —preguntó mientras llevaba a su boca el décimo bombón de chocolate de una caja para entonces semivacía.

—Necesito entender por qué motivo fuiste una auténtica cobarde.

—Todo se dio muy de prisa.

—¿Eso qué significa?

—Me asusté —se sinceró con un nudo en la garganta—. Hace apenas unos meses éramos unos completos desconocidos, dos personas que se odiaban sin siquiera tener una relación, y de pronto estábamos compartiendo la misma cama, presas de un fuego que amenazaba barrer con todo a su paso.

—Pensé que eso era lo mágico del amor —dijo desconcertada.

—Hablamos de Bruno Cantabria.

—El hombre más apuesto de la ciudad.

—El joven a quien ridiculicé en la secundaria.

—¿Otra vez con esa cantinela? —inquirió al borde del colapso nervioso, hurgando en la caja de chocolates para saciar la ansiedad que compartían—. Ya crecieron, maduraron, lo superaron.

—Intento decirte que la situación me superó —se excusó—. Un día éramos como dos témpanos de hielo y al siguiente…

—Dos llamas en ebullición —interrumpió.

—Cuando el gobernador fue a mi casa aquella mañana, pude sentir, mucho antes de la irrupción de Bruno, que mis mundos colisionaban de modo irreconciliable.

—Sigo sin entender por qué no puedes tener vida privada mientras te dedicas a la política.

—La campaña será ardua —replicó desanimada, cabizbaja, con los pensamientos anclados en aquella habitación en casa de su madre—, estamos varios puntos abajo en las encuestas. ¿Por qué crees que Marcos recurrió a mí, una mujer ajena al mundo político, para remontar una contienda que cada vez se asemeja más a una cruzada?

—¿Estás segura que no quiere enchufarte a su hijo?

—¿De qué hablas?

—¡Vamos! —exclamó—. A mí no me mientas. Todo ese discurso de los mundos diferentes, de soltar para volar alto, no son más que excusas para que, más temprano que tarde, vuelvas a darle una oportunidad a Rodrigo. Te está usando para que su familia, corrupta y descarriada, limpie su imagen a los ojos de la sociedad y lo insólito, lo grave, triste y patético, es que a ti no parece importarte.

—Somos amigos hace muchos años, no puedo darle la espalda —contestó sin demasiada convicción.

—Pero sí puedes dársela al amor de tu vida —retrucó mientras jugaba con el envoltorio del último bombón de una caja vacía.

—¿Ahora quién exagera?

—¿Entonces lo que sientes por Bruno es solo atracción física?

—Sabes que no.

—Pero cuando supiste que trabajarías a la par de Rodrigo el horizonte se te nubló —reflexionó envalentonada por una adrenalina que la recorría de pies a cabeza como si fuera ella misma la protagonista de la historia—. Los dos amores que supieron encender tu corazón, dejarte sin aliento o, lo que es igual, a orillas del paraíso, de pronto se hallaban en una puja sin cuartel en la que sabías que ninguno de los dos renunciaría jamás a la batalla.

—Estás exagerando.

—¿Acaso hay mentira en lo que digo?

—Llevo años sin ver a Rodrigo.

—Sin embargo escogiste el pasado por sobre el futuro —retrucó mientras se dirigía raudamente al frízer de la cocina en busca de helado.

—Claro que no.

—¿Entonces por qué dejaste que se fuera? —preguntó desde lejos, casi con un grito.

—¡Fui a buscarlo!

—Te tomaste tu tiempo.

—No seas injusta, fui al día siguiente.

—Lo dicho, te tomaste tu tiempo.

—¿Continuarás estrujando la daga en mi corazón o me brindarás apoyo? —inquirió Silvana como quien implora clemencia, abalanzándose sobre el pote de helado en pos de sanar las penas que la afligían. 

—Soy tu amiga y es mi deber decirte la verdad.

—Quería explicarle, pero en realidad no tenía idea de qué decirle o cómo hacerlo.

—Bueno, no tuviste que dilucidarlo.

—Me cansé de llamar a la puerta —recordó con pesadumbre mientras hundía la cuchara en lo profundo de la crema americana—. Al principio creí que no quería verme, pero al cabo de un largo rato decidí bajar e interrogar al portero.

—A ese hombre no se le escapa nada.

—Edmundo me dijo que Bruno se fue con un bolso, y pude sentir mi alma desmoronándose dentro de mi cuerpo.




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