—Zayan, vas a ser padre —dijo Muntaha con una voz suave, cálida, cargada de ternura—. ¿Y aún quieres que te cuenten cuentos antes de dormir?
Él frunció el ceño, la confusión asomando en su rostro con esa inocencia tan suya.
—¿Por qué no? —preguntó, genuinamente desconcertado.
Ella soltó una risa breve y melódica mientras doblaba la ropa, colocándola cuidadosamente en su sitio asignado.
—Porque ahora eres tú quien debe contarlos. No quien los escucha.
Zayan parpadeó, ladeando la cabeza como un niño que intenta comprender algo por primera vez.
—Le contaré cuentos al bebé… y luego también los escucharé —dijo con toda la lógica del mundo, y sus ojos se iluminaron con una chispa de emoción.
Muntaha dejó la ropa a un lado y se giró hacia él. Tomó ambas manos entre las suyas, firme, anclándolo al presente.
—Zayan, escúchame con atención. Ya no eres un niño. Vas a ser padre. Eso significa que ahora tienes responsabilidades. No puedes seguir comportándote como antes.
La expresión de él cambió. La duda comenzó a empañar sus facciones.
—¿Responsabilidades? —repitió en voz baja, titubeante—. ¿Qué significa eso?
Ella apretó un poco más sus manos, deseando que comprendiera.
—Allah te ha hecho nuestro Qawam, Zayan. Eso significa que debes cuidar de mí… y de nuestro hijo. ¿Lo entiendes? Ya no se trata solo de ti. Ahora somos nosotros. Tienes que proteger a nuestro hijo. Tienes que guiarlo. Vas a liderar esta familia, Zayan. Y un líder siempre protege su hogar, a su esposa y a sus hijos.
Su voz era serena, paciente, pero cargada de una fortaleza serena.
Zayan la miró fijamente. En su mirada, algo titiló… una chispa de comprensión. O quizás el inicio de ella. Y, muy lentamente, asintió.
Pero entonces, la puerta se abrió de golpe.
E Ibrahim irrumpió en la habitación, gritando.
Zayan se encogió al instante, como si el solo sonido de su voz le provocara terror.
—¿Dónde está mi reloj, tú—? —bramó a todo pulmón, hasta que sus ojos se posaron en Muntaha.
Ella quedó paralizada, atónita. Jamás se habría imaginado que alguien osaría entrar en esa habitación sin llamar, y mucho menos a esa hora de la noche. Se volvió de inmediato, cubriéndose con su chal, y habló con firmeza:
—¿Qué comportamiento es este?
Ibrahim se detuvo, desconcertado por un instante. La miró… y su expresión cambió. La confusión cruzó su rostro como una nube, y luego su mandíbula se tensó. Recuperó la compostura.
—Dile que me devuelva el reloj —escupió, aunque su mirada ya no se posaba en Zayan… sino en ella.
Muntaha lo notó. Y no le gustó. En absoluto.
Su voz se endureció.
—¿Por qué iba Zayan a tomar tu reloj?
Ibrahim se encogió de hombros con fingida inocencia, pero la sonrisa torcida que asomaba en sus labios lo delataba.
—¿Y cómo voy a saberlo? —dijo, sin apartar los ojos de su rostro, tratando de ver más allá del velo.
Detrás de ella, Zayan murmuró con voz temblorosa:
—Moon… yo no tomé su reloj…
Sus palabras eran suaves. Inseguras. Le tiró del chal como un niño que busca protección.
Muntaha se volvió hacia él, le tomó la mano y la apretó con suavidad.
—Lo sé —le susurró—. No te preocupes.
Luego enfrentó a Ibrahim, con los ojos helados.
—Él no ha tomado tu reloj. Ahora vete.
Pero Ibrahim no se movió.
En lugar de eso, ladeó la cabeza.
—Entonces dime, ¿quién lo hizo?
Su tono se suavizó, pero el dulzor era peor que el grito. Era viscoso. Lleno de algo no dicho. Algo más oscuro. Más ruin.
Dio un paso hacia adelante.
Zayan se pegó de inmediato a Muntaha, medio escondiéndose detrás de ella. Le tomó la mano otra vez, más fuerte esta vez.
—Moon… —susurró, con los ojos desorbitados.
Ibrahim soltó una risa baja, burlona. Una risa que se quedó flotando en el aire como humo tóxico.
Muntaha se adelantó un poco, cubriendo por completo a Zayan con su cuerpo.
—No lo sé —respondió con frialdad.
Los labios de Ibrahim se curvaron.
—Claro, bhabhi —dijo con tono empapado de sarcasmo. El título no llevaba respeto. Se retorcía en su boca como un veneno.
Miró alrededor, con desdén.
—Bueno… perdón por la interrupción. Continúen con su… vida doméstica.
Se giró, pero antes de salir, lanzó una última sonrisa burlona.
—Un momento —dijo Muntaha.
Él se detuvo, arqueando las cejas con exagerado interés.
—La próxima vez… llama antes de entrar —dijo ella, cada palabra firme y afilada como una daga.
Ibrahim la miró, divertido. Luego, dirigió su mirada a Zayan, y volvió a ella.
—Mis disculpas, bhabhi —dijo—. Olvidé que mi querido hermano ya está casado.
Cada sílaba rezumaba burla. Había un destello en su mirada que decía más que sus palabras. Como si se riera de ella. De ellos. De la idea de que ella pudiera estar con alguien como Zayan.
Y entonces se fue.
Pero su presencia se quedó.
Incluso cuando la puerta se cerró tras él, Muntaha podía sentir su mirada pegajosa, como grasa sobre vidrio.
Permaneció inmóvil, los puños cerrados.
Zayan se había acurrucado a su lado, la cabeza recostada en su brazo, confiando en ella.
Pero todo lo que Muntaha sentía era el calor de la rabia subiéndole por el pecho. El sabor amargo de algo vil anidándose en su garganta.
Y en ese momento lo supo.
Lo odiaba.
Lo odiaba con todo su ser.
No era solo lo que decía. Era cómo la hacía sentir. Como si no valiera nada. Como si Zayan fuese un chiste. Como si su relación, su amor, no merecieran existir.
Era un ricachón ebrio de poder.
Y ella lo detestaba hasta la médula.
Mientras tanto, abajo…
Ibrahim se apoyaba con pereza en la encimera de mármol de la cocina. El vaso en su mano tintineaba levemente mientras se servía agua. La luz de arriba brillaba sobre la curva afilada de su sonrisa torcida. En la otra mano sostenía el teléfono contra la oreja.