Durante la fiesta del solsticio de invierno es habitual que las nubes descarguen pesadamente sobre la mansión Aurea. Este año no fue la excepción. El bullicio se concentra en el salón principal y los corredores alrededor, pero hay asistentes por toda la primera planta e incluso bajo los toldos colocados en el jardín a pesar del frío. Unos bailan y otros charlan, otros comen mucho y otros beben demasiado. Y algunos afortunados suben ya a la segunda planta para esconderse de miradas curiosas y molestas.
Corría el rumor de que, a diferencia de las dos temporadas anteriores, esta vez el anfitrión de la ancestral mansión se dejaría ver. Sin embargo, parece que el rumor era infundado, pues el Gran Maestro sigue sin dar señales de presencia a pesar de que ya ha iniciado la celebración. Un año más, son otros los que dirigen la reunión y le excusan. Aunque esta vez no parecen poder hacerlo correctamente y no saben qué pretexto ofrecer a los muchos invitados que han recorrido cientos de kilómetros para llegar hasta ellos.
Al otro lado de la puerta principal, ajeno a los cotilleos, bailes y bebidas de alta graduación, un invitado no deseado se cuela en el jardín trasero y sube hábilmente por la enredadera que ha crecido invadiéndolo todo, pero de forma cuidada, por la fachada más soleada. No hay mejor ocasión para un ladrón que la noche más larga del año. La Luna menguante apenas ilumina, la planta baja está repleta de despreocupados huéspedes medio ebrios y la segunda concede su favor a unos pocos completamente borrachos de amor, dejando la planta superior vacía.
A pesar de la lluvia que cae sin clemencia haciendo de la piedra de la fachada una resbaladiza y peligrosa superficie, escala sin detenerse, sin dudar. El rostro cubierto y el grueso gabán impermeable no lo hacen fácil tampoco. La camiseta térmica de cuello alto libra al saqueador de la hipotermia y sus guantes de cuero negro le evitan dejar huellas.
Tal y como se esperaba, la ventana que da al despacho principal está cerrada, pero eso nunca es un impedimento para un buen ladrón. Menos aún con un cerrojo clásico, tan viejo. Si de verdad hay algo de valor que merezca la pena robar en el interior, el propietario o es muy confiado o realmente descuidado. El cerrojo salta con un ligero crujido al ser forzado por la ganzúa y se cuela dentro con una sigilosa agilidad. Sus pasos sobre la madera son silenciosos, pero prevé que, con el ajetreo de las plantas inferiores, podría dar fuertes pisotones y nadie se daría cuenta. La música retumba por los regios pero arcaicos muros de piedra. Una casa tan señorial, tan anclada en varios siglos atrás, con música moderna y alternativa hacen una combinación peculiar. Abrir cajones con cuidado ha dejado de ser una opción. Ahora mismo es más peligroso pasar demasiado tiempo en el interior que hacer ruido.
- ¿Dónde estará ese maldito reloj?
Las manos son veloces abriendo todas las cajas y escondrijos posibles. Revuelve incluso las cosas encima del escritorio y las estanterías, por si el propietario es aún más descuidado de lo que imagina. No se detiene a contemplar los curiosos objetos cuya utilidad desconoce y no se molesta a volver a dejar todo en su sitio. Para cuando alguien se dé cuenta, ya se habrá largado. O eso creía.
- ¿Quién te habrá malaconsejado que era buena idea robar en este lugar, mujer?
Detiene su respiración en un jadeo. En la oscuridad, unos ojos azules brillan con luz propia y la miran fijamente. Lo lógico sería esconderse ahora que no se ha encendido la luz aún, pero esa mirada es paralizante. Es imposible que la haya visto con la habitación tan a oscuras. Con el pasillo iluminado, desde el interior se puede ver hacia el exterior, pero no al revés. Sin embargo, ese hombre puede mirarla directamente y ¿cómo sabe que se trata de una mujer? La luz se enciende y un hombre aparece apoyado en el marco de la puerta. Parece llevar ahí algún tiempo. Sus ojos son muy azules, más de lo que jamás ha visto antes, pero verlos brillar sólo habrá sido un espejismo. Un mero juego de la escasa luz de la Luna que se cuela por la ventana, ¿verdad? Es un hombre alto, musculoso y corpulento, elegantemente enfundado en un traje tan negro como su cabello corto y su barba incipiente que le enmarcan unas facciones cuadradas y atractivas.
- ¿Buscas esto?
Del bolsillo interior de la chaqueta del impoluto traje saca un reloj de bolsillo de plata, cerrado, colgando de una cadena del mismo material. En sus tapas se dibujan filigranas que no acierta alcanzar a ver bien.
- No deberías estar aquí -vuelve a hablar-. Hoy no, mujer. No estoy de humor -dice metiendo el reloj de nuevo en el interior de su chaqueta.
Ella se retira el pasamontañas con una mano para distraer del gesto que hace con la otra. Apunta con su pistola entre los zafiros ojos del hombre.
- ¿Cómo lo sabías? -pregunta a sabiendas de que no es lo que debería estar diciendo. Debería disparar primero, pero tampoco quiere matar a nadie. Robar es una cosa, matar es otra muy diferente.
- Yo soy el guardián de esta casa. ¿De verdad creías que alguien podría colarse en ella sin que yo lo supiera? -responde incorporándose, alejándose del marco de la puerta, pero sin atisbo alguno de temor por el arma-. Nadie entra en la mansión Aurea sin ser invitado.
- No me refiero a eso -confiesa en voz baja-. ¿Cómo sabías que era una mujer?
Él entrecierra los ojos, confundido. ¿En serio esa era su pregunta? Sin embargo, el hombre de porte imponente no la elude. Se acerca a ella despacio. Su brazo parece debilitarse y la pistola cae ligeramente dejando de apuntar a sus ojos. Se aproxima tanto que el arma acaba tocando su pecho, pero a él no parece importarle. Inclina su cabeza hasta dejar su rostro muy cerca del cuello de la joven.
-Con este olor, ¿qué ibas a ser si no, mujer?
Ella se estremece y él se separa, pero sin dejar de mirarla fijamente a los ojos.
- ¿Mi olor? Realmente eres el perro guardian de la casa -susurra ella sin poder apartarse ni un centímetro.