Su petición me dolió más de lo que quería admitir. Anhelaba que volviera a mirarme como antes, con esos ojos llenos de amor y admiración, así que, sin dudarlo, regresé a mi terapia.
Estoy seguro de que mi terapeuta quedó desconcertada cuando le confesé todo lo que le había hecho a mi esposa. Ese día, además de recetarme pastillas, me hizo enfrentar la realidad de mi enfermedad. Desde entonces, mi esposa siempre me acompañaba an mis sesiones, esperando pacientemente en la sala durante una hora.
Al principio, pensé que lo hacía solo para asegurarse de que realmente asistiera, pero pronto descarté ese pensamiento absurdo. Me cuidaba. Se preocupaba por mí. Y poco a poco comenzó a hacerme preguntas sobre mi progreso. También empezó a acompañarme a las grabaciones, observándome desde la distancia mientras trabajaba.
El día en que todas mis dudas sobre ella desaparecieron fue cuando tuve un accidente en el set. Perdí el conocimiento y, cuando abrí los ojos en el hospital, la vi allí, con lágrimas corriendo por su rostro. Mis compañeros me contaron que había entrado en pánico cuando no llegaba la ambulancia, que su desesperación era evidente, que no paraba de gritar y exigir ayuda.
Me recuperé en casa y, durante ese tiempo, ella se encargó de todo. No solo cuidaba de mí, también me consentía de una manera que nunca antes había hecho desde que estamos casados. Era todo lo que siempre había querido... pero no podía disfrutarlo. El peso del remordimiento me carcomía.
Jessy me lo advirtió. Me pidió que hablara con mi esposa antes de que todo se desmoronara, pero no le hice caso.
Ahora, por primera vez en mucho tiempo, tengo miedo. Me aterra que ella me rechace si intento tocar su mano. Me consume la culpa de haberle causado tanto daño. Ojalá pudiera borrar todo lo que sucedió, no solo de su mente, sino también de la mía. No soporto verla despertarse en medio de la noche con terrores nocturnos. Aunque ya no vomita como antes, todavía come muy poco. Sé que necesita terapia para sanar lo que le hice, y el pánico me invade al pensar que, si la recibe, decidirá dejarme.
No quiero perderla. Quiero creer que sigue conmigo porque aún hay amor entre nosotros, me niego a pensar que es solo por devolverle un favor a mi padre.
—Nick —su voz me sacó de mis pensamientos.
Me giré rápidamente para verla.
—¿Qué sucede, cariño? —pregunté.
—Tu madre llamó. Dice que vendrá hoy con tu padre y que le contestes las llamadas.
Busqué mi celular y me di cuenta de que estaba en silencio. Tenía varias llamadas y mensajes sin responder.
—Está bien, cariño. Ahora la llamo.
Al devolverle la llamada, noté la preocupación en su voz. Me tranquilizó saber que todo estaba bien, aunque me regañó por no haber contestado antes. Después, me informó a qué hora llegarían.
Por la tarde, mis padres llegaron. Mi esposa los recibió con cortesía, pero me sorprendió ver a mi padre saludándola de manera tan amigable.
Mi madre, como era de esperarse, me bombardeó con preguntas sobre cómo me sentía.
—Mamá, ya me siento mejor —le repetí por quinta vez, con paciencia. —Además, la próxima semana volveré a las grabaciones.
—¡Claro que no! —se opuso de inmediato.
—Lo mismo le dije y no hace caso —intervino mi esposa, dándole la razón.
Sus palabras hicieron que mi pecho se llenara de una felicidad inesperada.
—Estoy mejor, cariño —le aseguré, intentando calmar su preocupación.
Pero entonces, mi padre soltó una pregunta que hizo que la ira se encendiera en mi interior.
—Por cierto, ¿Cuándo van a tener hijos?
Instantáneamente, sentí cómo la rabia me invadía. Ya había dejado claro que no tendría hijos si eso significaba perder a mi esposa.
—No los tendré —respondí con firmeza, clavando mi mirada en él—. No perderé a mi esposa por nada ni por nadie.
—No precisamente debe llevarlo tu esposa, Nick —dijo mi padre con voz persuasiva—. Me ha quedado clara tu postura de no arriesgarla con un embarazo, incluso si recibe tratamiento. Y ahora, debo admitirlo, comparto esa misma postura.
Sus palabras, lejos de calmarme, solo alimentaron mi enojo.
—¿De qué demonios hablas? —le espeté, sintiendo cómo la furia se acumulaba en mi pecho.
—Nick... —susurró mi esposa, intentando tranquilizarme.
Mi padre rió con ironía.
—¿Acaso estás celando a tu esposa conmigo? —se burló—. ¿Pero quién diablos crees que soy, Nick? —Su tono cambió a uno de indignación—. ¡Déjate de estupideces! Soy tu padre, y tu madre está presente. No vuelvas a faltarle el respeto con esas tonterías.
—Cariño, es suficiente —intervino mi madre, poniéndose entre nosotros—. No vinimos aquí para discutir con nuestro hijo.
A pesar de sus palabras, mi padre contenía su ira con evidente esfuerzo, sus ojos seguían clavados en mí.
—Hijo, estamos aquí porque queremos que agranden la familia. Ya casi cumplen un año de casados —añadió mi madre con suavidad.
Mi esposa tomó la palabra con firmeza.
—Señora Connor, no creo que este sea el mejor momento para hablar de este tema —dijo, dirigiéndoles una mirada serena.
—¿Por qué no? Desde el principio sabías que queríamos nietos —le recordó mi madre, sin ceder.
—Si lo que desean son nietos, Nick y yo podríamos adoptar un bebé en unos años —propuso mi esposa con calma.
—No —se negó rotundamente mi padre.
Mi esposa suspiró y, con una frialdad que me dejó desconcertado, soltó una verdad que nadie esperaba.
—Ustedes no quieren nietos, señores Connor. Lo que realmente quieren es un heredero con las capacidades cognitivas mías.
Su declaración me dejó sin aliento.
—¿Qué? —Miré a mi madre con horror, esperando una negación, alguna señal de que eso no era cierto.
Pero mi padre solo rió con diversión.
—¿Para qué nos hacemos los tontos? —dijo con absoluta tranquilidad—. Es cierto, Veléz. Solo por eso queremos que tengan hijos biológicos. ¿Por qué más querría que mi sangre se mezclara con la tuya?
#1959 en Novela romántica
#60 en Joven Adulto
giros inesperados, dramaamorpasiondolor, mentirasmanipulacionengaño
Editado: 02.05.2025