Todos conocían la historia de Juan de Narbona, un aragonés que llegó a Buenos Aires a principios del 1700, pobre y analfabeto, pero lleno de ideas y entusiasmo. Ávido de conocimiento, no demoró en aprender los oficios más requeridos en ese momento como lo eran la construcción, carpintería, herrería, entre otros. Tampoco tardó en entrar en el mundo de los contrabandistas de todo tipo que proliferaban en la época, como el tráfico de esclavos. Cuando comenzó a ganar dinero, se convirtió en prestamista, llegando así a codearse con gobernadores y autoridades importantes del lugar. Fue así que comenzó a recorrer los parajes de la región y a interiorizarse con otros asuntos de negocio que pronto le resultaron interesantes, como la explotación de piedra caliza que se realizaba del otro lado del río de la Plata.
En una de sus expediciones, quedó encantado con la tremenda vista del delta cuando subió a una loma ubicada a unos tres kilómetros del arroyo homónimo al del paraje, y supo que quería ese lugar para establecerse con su familia. Por ese motivo años más tarde agregó un mirador sobre una torre de tres pisos en el casco de la estancia.
El gobernador de Buenos Aires le debía bastante dinero de varios préstamos que le había hecho así que buscó una forma de cobrárselo que les sirviera a ambos. Además, tenía la excusa perfecta para que le concedieran esas tierras, era el lugar ideal para establecer una calera que abasteciera las obras en construcción en la cercana ciudad porteña.
Ni lerdo ni perezoso, el gobernador aceptó enseguida y así comenzaba la historia de la familia Narbona de este lado del río. Lo primero fue la construcción de los hornos para poner en funcionamiento la calera lo más pronto posible. Para eso, había que talar montes nativos y limpiar el predio, lo cual demandaba gran cantidad de mano de obra barata, cosa que ya tenía. Años más tarde, con el casco de la estancia terminado, se pudo establecer con su mujer y su hija como quería. Por pedido de los vecinos de la zona, terminó construyendo también una capilla para la que mando traer la imagen de la Virgen de la Candelaria desde Buenos Aires, capilla que luego fuera el sepulcro de la misma familia.
Narbona fue un hombre visionario para su época, supo aprovechar las riquezas que el territorio le presentaba, como el ganado cimarrón y los montes nativos que también sumaron a su enriquecimiento. Pero además fue precavido, sabía que ese enriquecimiento le provocaba enemigos, y que el mismo terreno que lo enriquecía, lo ponía en una ubicación donde ocurrían enfrentamientos continuos entre españoles y portugueses. Por tal motivo fue que mandó construir un túnel desde la capilla hasta el arroyo, en caso de ser necesario salir huyendo del lugar. Pero también le sirvió cuando llegaban los barcos cargados de esclavos, “tumbas negras” les decían, como lugar de retención mientras los vendía.
Cuando los Jesuitas se instalaron en el cercano paraje de las Vacas, donde establecieron todo un sistema de economía sustentable muy moderna para la época, Narbona pensó que sería una competencia para sus negocios. Desde panaderías, herrerías, hasta la producción de ladrillos, tejas y por supuesto cal, supuso el inicio de una época muy productiva para la zona, que demandaba gran cantidad de esclavos, que Narbona traficaba, resultando en una alianza perfecta.