Entre ceja y ceja

Capítulo 8

En tanto, Farah y Erin regresaban de almorzar, la última comentó:

—Dijiste que hicieron borrón y cuenta nueva, ¿por qué vas a molestar a mi Espartaco precioso? Déjalo tranquilo.

—Borrón y cuenta nueva para él… Nunca dije que fuera para mí —Aclaró Farah y ladeó una maliciosa sonrisa.

—Traviesa… ¿Por eso te cambiaste los zapatos? —Su jefa le entregó un guiño—. Estos abogados y sus letras pequeñas…

Una vez en la oficina, Erin se mantuvo alerta y espiando, hasta que vio el movimiento esperado y entró apresurada a avisar a Farah.

—Ya te viene a buscar el papacito bello. Uy, qué emoción; y ni siquiera es conmigo. ¿No tendrá un amigo igual de guapo?

—Ni idea, pero puedo preguntar —sugirió Farah.

—Ay, no. ¿Te imaginas que te diga que sí? ¡No sabría qué hacer!

—Pero miren a la entusiasta casamentera que me empuja a los brazos del coloso, y ahora que me propongo conseguirte a alguien… ¿Te asustas?

—Es que… —dijo Erin, dejándose caer en una de las sillas en la oficina de Farah—. Seguramente, no le voy a gustar. Mejor me evito la ilusión y el corazón roto.

Al igual que Farah, compartía la herencia del sobrepeso y todo lo que eso conllevaba. De hecho, por eso se volvieron tan cercanas en la escuela, siempre protegiéndose la una a la otra.

—Te entiendo, amiga, y lo sabes muy bien. —Farah unió su frente con la de ella. Ambas mantuvieron los ojos cerrados. Y añadió—: Comprendo ese miedo. Tranquila, que no preguntaré nada.

Se miraron con una expresión de tristeza. El humor les cambió de golpe, y decayó como sus hombros, con los recuerdos del pasado que las embargaron.

Rhett tocó la puerta y abrió, mas ya había notado la expresión de ambas, a través del vidrio.

—¿Están bien? —No solía verlas así, siempre reían y se hacían muecas.

—Por supuesto, socio —replicó Farah, luego de esbozar una sonrisa que no lució tan natural como las anteriores. Y, mirando a Erin, dijo—: En las buenas y en las malas, amiga.

Erin asintió.

Rhett quedó extrañado, pero después de estar con tantas damas, algunas casadas, mayores, otras jóvenes, y de escucharlas hablar noches enteras, tenía claro que, a veces, era mejor respetar el silencio de una mujer. Porque, aunque no dijeran nada, su expresión era un adolorido grito, y ya sabía reconocerlo.

—¿Estás lista para lo que sea que vayamos a hacer?

—Sí, vamos —dijo Farah, luego de tomar su bolso de mano.

Mientras esperaban el ascensor, Rhett indagó:

—A ver… ¿Y a dónde me llevarás hoy? Ayer terminamos en la prisión de máxima seguridad de Stateville. No eres muy buena eligiendo lugares para invitar a un hombre.

—Bueno… No quiero sonar odiosa, pero jamás te invité a salir… —rieron.

Llegaron al auto de Rhett. Él abrió la puerta para Farah como todo un caballero, y a ella le fascinaban esas atenciones, mas lo disimulaba. Ya dentro, le dio una dirección y partieron.

 

Una vez allí, a Rhett le extrañó que llegaron a un restaurante corriente y de fachada descuidada, de esos donde venden la comida por peso.

«Y ahora, ¿a dónde me trajo Farah?», caviló, creyendo que lo invitaría a ese lugar. Sin embargo, cuando ella le pidió que esperara en el auto, comprendió que irían a otra parte. Ella salió con dos bolsas grandes llenas de envases de esos donde se colocan los almuerzos para llevar.

—¿Qué haces, Farah? —preguntó Rhett, en tanto guardaba los almuerzos en el maletero. Le fastidiaba el misterio que mantenía para todo.

—No desesperes, Rhett. Vamos a ver a mis informantes.

En realidad, Farah esperaba hacerlo desistir de la idea de perseguirla y acompañarla a todas partes con este plan. Quería cansarlo y demostrarle que tenía más aguante que él. Ella solía ayudar indigentes, quienes se convirtieron, a punta de gratitud, en sus informantes a la hora de investigar los bajos fondos de Chicago. Eran sus ojos en la calle.

—¿Y tienes que llevarles comida como para un batallón?

Ella guardó silencio y, unos quince minutos después, llegaron a la Roosevelt Road, en las orillas del río Chicago, un lugar plagado de tiendas de campaña y chozas improvisadas.

«Ahora sí te vas a embarrar tus zapatos de lujo, papacito», pensó la abogada.

—Farah… Este lugar es peligroso. ¿Vienes aquí sola?

Ella asintió con la cabeza.

—¿Acaso estás loca? —preguntó él con impresión—. ¿Ibas a venir sola para acá? Es que todavía no me lo creo. Con razón tu papá quiere que te cuiden.

Ambos bajaron, y apenas entraron en las orillas del río, Rhett se detuvo a mirar la suela de sus enlodados zapatos.

—¡Grr! —gruñó en una queja de fastidio.

—Los mayores secretos de la ciudad los descubrirás aquí, Rhett. A veces tienes que bajar de tu torre de cristal y sentir la realidad como barro en los pies para tener una mejor perspectiva.




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