Entre ceja y ceja

Capítulo 32

 

Nota importante:

Al final del capítulo explicaré algunas cosas y contestaré algunas preguntas hechas por ustedes.

Al anochecer, un tanto tarde, el imponente Joseph Ward arribó al departamento de Farah para dejar a Sebastián. Sentía curiosidad por conocer con quién estaba saliendo su hija. ¿Quién la hacía tan feliz? Durante todo el fin de semana, no pudo sacarle información al fiel Basti, quien le prometió a Rhett que nada diría sobre él hasta que llegara el momento indicado para la revelación.

         —¡Mami!

Sebastián corrió a los brazos de su madre, que lo abrazó con cariño. Lo extrañó a morir y estaba complacida de verle de nuevo.

—Me divertí mucho con el abuelo. Vimos las tres películas viejas de Star Wars. Él dice que solo esas son buenas —rio, como si se burlara de su abuelo—. ¡Compramos las entradas para el Star Wars Celebration! ¡Mamá, estoy feliz! —saltaba por la sala, como si no hubiese gastado nada de energía—. Será en Londres y volaremos en avión. Tú irás con nosotros, ¿verdad, mamita?, y… —cubrió su boca con apuro y se apresuró a decir—: Y nadie más… No iba a decir quién más podía ir con nosotros. No iba a decirlo.

Farah y el abuelo carcajearon.

—Gracias, papá —dijo ella, acariciando la mejilla de su viejo.

Él asintió y la observó con los ojos entrecerrados.

—¿La pasaste bien? —indagó Joseph, curioso.

—Sí, papá, muy bien.

Me alegra, hijita. ¿No me dirás quién es el personaje?

—Aún no, pero lo sabrás pronto.

Joseph se despidió, estaba agotado después de un fin de semana con su nieto, y partió. Él confiaba en Farah. Sabía que la vida era una tutora implacable, y a su hija no le había tocado fácil. Estaba seguro de que no tomaría decisiones a la ligera, más por su amor por Sebastián que por otra cosa.

Farah tuvo que negociar un baño a cambio de un cuento. El argumento de Basti era válido, tomó una ducha por la mañana, pero no era suficiente.

Al poder acostarse al fin en su cama, Farah tomó su diario, emocionada como si fuera una adolescente, y escribió:

“Hoy sentí en cada rincón de mi alma que no hay nada como él y yo”.

Apretó el diario contra su pecho, y cerró sus ojos, recordando cada instante con Rhett, cada beso y caricia, cada susurro al oído, acurrucada junto a él, en tanto miraban una película de terror.

Este par de amantes no se imaginó que, a la distancia y en coincidencia de tiempo, pensaban el uno en el otro.

Por su parte, Rhett, con su cabeza apoyada en ambas manos, acostado en su cama también, recordaba a la pelirroja que le ocupaba los pensamientos segundo a segundo. Tuvo la impresión de que por fin entendía que había distintas maneras de hacerle el amor a una mujer; amándola día a día, y en los pequeños detalles. Diciéndole con hechos que junto a él estaría bien y que nada le faltaría. Y después de mucho tiempo, no se sentía solo, por lo que le escribió un mensaje de texto a Farah:

 

Dime que lo sientes también…

No estás sola.

 

Y ella no tardó en contestar:

 

Por supuesto que también lo siento…

Tampoco estás solo.

 

De tanto pensarse, pareció inevitable que ambos soñaran con el otro.

Rhett caminó tomado de la mano de Farah. Ella iba adelante, a veces volteaba a mirarlo, hipnotizándolo con esa bonita sonrisa de labios rojos, y un pícaro guiño que lo enamoraba. El paisaje cambiaba como el atuendo de Farah y en combinación. Las estaciones pasaban, igualmente, delante de él, como si la vida se moviera rápido con ella, y debiera aprovecharla.

De pronto, Farah se detuvo con el sol detrás. Una sombra suavizó su rostro y a su piel perfecta. Y, al fin, atrajo a Rhett hacia ella y lo besó. Él sintió que flotaba en una atmósfera brillante, fresca y jamás sentida. Despertó al amanecer, tranquilo, sintiéndose relajado como nunca. Y ladeó una sonrisa al notar que alguien más, entre sus piernas, se mantuvo bien despierto durante aquel emotivo sueño.

Cada ensoñación tenía el toque personal de cada uno.

La de Farah seguía siendo una versión menos dieciocho, donde se mostraban borrosas algunas partes, mas ya lo había aceptado, sus sueños eran así y nada podía hacer.

Un descarado Rhett al que no le importaba estar desnudo en su habitación, le habló, taimado:

—Quiero que me toques, Farah —dijo él—. Conmigo aprenderás todo lo que disfruta un hombre.

Farah retrocedió al notar que el juguete de Rhett crecía sin detenerse, impresionada.

—¿En algún momento deja de crecer esa cosa? —indagó ella. En tanto, Rhett la mantenía, literalmente, entra la espada y la pared.

—Hoy tienes que ser mía. Te tomaré, Farah, y te haré el amor…




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