Entre ceja y ceja

Capítulo 37.2

Un par de días después, Rhett abrió la puerta del apartamento de Farah y empujó la silla de ruedas donde traía a Farah.

—¡Mamá! —exclamó Sebastián, corriendo hacia su mamá.

—Cuidado, mi pequeño —dijo ella con esfuerzo y la voz ronca.

Basti la abrazó con lentitud.

—Te extrañé mi hijito hermoso. Te extrañé tanto… —dijo ella con lágrimas en los ojos.

—Y yo a ti, mamita —El niño también lloró—. Me asusté mucho. No pude dormir y el abuelo me acompañó.

—Nadie pudo dormir, Basti —intervino, Rhett—. No te preocupes. Ya mamá está aquí. Yo los voy a cuidar.

—¿Con nosotros te quedarás? —inquirió el pequeño.

Rhett asintió y ladeó una sonrisa.

—¡Sí! ¡Sí! ¿Viste mamá? ¡Rhett nos va a cuidar! —Farah sonreía entre quejas de dolor.

 

 

Aquella primera noche en casa, Farah despertó en medio de la noche, porque las pesadillas no la dejaban en paz. Nunca olvidaría aquella sensación de ahogo, la búsqueda desesperada de oxígeno, sin conseguirlo, el dolor en su tráquea, aquellos ojos claros y fríos.

 

Despertó agitada y encontró a Rhett junto a ella.

—Fue solo un sueño, mi amor —dijo él, luego de tomarla de la mano—. Aquí estoy… Nada te pasará.

Ella se enfocó en su mirada. El Espartaco no mostraba era altivez tan típica ni la seguridad. Sus ojos mostraban una absoluta atención en ella, una preocupación sin fingimiento. Estaba con ella.

«¿Este hombre me quiere de verdad?», indagó con impresión.

Luego observó su reflejo en el espejo de la peinadora, los vendajes, los moretones alrededor de sus ojos hinchados, la costura en su mejilla.

—No me mires, Rhett, por favor —dijo y cubrió su rostro con rapidez.

Él se apoyó en su codo y quitó las manos de Farah, descubriendo su cara.

—¿De qué hablas, amor? Te he visto así desde el hospital.

—A veces se me olvida como me veo. Estoy horrible. No debiste verme así.

El Espartaco acarició su mejilla sana.

—Es claro que no entiendes cómo te veo yo. Mi amor… Eres hermosa. Eres perfecta —dejó un beso sobre los labios de ella—. Estoy absolutamente feliz de tenerte con nosotros. Estuve aterrado. Verte aquí es… Es como ser feliz, supongo.

Farah frunció el entrecejo. Nunca le habló antes así, con esa seguridad, sin titubeos ni bromas en la mirada.

—Quería disculparme contigo por decir que no éramos novios cuando Ángela nos preguntó. Lo somos, y me parece que mucho más. ¿No crees?

—Novios… —balbuceó, Farah, con la mirada fija en él, y sonrió lo mejor que pudo.

Rhett la besó con el mayor de los cuidados. Ambos se morían por ese beso y por más, mucho más.

 

 

Cada mañana, Farah encontró a Rhett junto a ella, como si vigilara su sueño o esperara a que despertara. Tal vez el Espartaco volcó en ella toda la pérdida que sufrió en el pasado.

—Ya despertó el amor de mi vida —dijo él con una clara expresión de alegría.

Era la primera vez que alguien le decía eso a Farah. Y sonó bien, “el amor de mi vida”, ¡sonó tan bien!

—Gracias, Rhett —Los ojos de Farah se pusieron llorosos. Ya el doctor les había informado que ella estaría sensible.

Él secó sus lágrimas.

—Estoy ansioso de que te recuperes para darte los mejores besos —dijo después de un superficial encuentro de sus labios.

Y esa promesa también sonó espléndida.

—Debo admitir que lo mejor de que me cuides es la vista. Te ves muy bien en calzoncillos.

—Ya sé que me miras por la noche —Farah carcajeó—. No sé si te lo habían dicho antes, pero tienes una mirada absolutamente copulatoria.

Farah carcajeó de nuevo, y se quejó.

—No me hagas reír así, Rhett, que me duele cada músculo de la cara.

Él carcajeó también.

 

 

Rhett dejaba a Basti en el colegio, y lo buscaba con la puntualidad que siempre lo caracterizó. Fue extraño para Farah mirar un día tras otro al Espartaco, entrar al departamento sosteniendo la mochila de su hijo riendo a carcajadas con el pequeño.

—A bañarse, Sebastián. Vamos a almorzar —ordenaba, Rhett, y el pequeño obedecía sin quejas. Cosa que nunca hizo con Farah.

Ella solo alcanzaba a sonreír con impresión.

 

 

Después de cada desayuno, Rhett cargaba a Farah hasta la ventana y miraban juntos al lago Michigan, tomando una taza de café caliente.

Y así, los días fueron pasando en compañía, volviéndola cotidiana, volviéndola… necesaria.

Algunas madrugadas, Farah despertó para encontrar a Rhett dormido junto a ella, tomado de su mano, y sonrió. Nunca nadie había estado con ella de ese modo. Era un hombre atractivo como pocos que había conocido, pero su belleza estaba lejos de depender de lo físico. De algún modo le pareció que ambos perderían algo bonito y valioso si ya no se tenían, un casi tatuado sentido de pertenencia. Después de todo sí podías pertenecerle a una persona, no era esclavitud ni una atadura, sino una desesperada necesidad de contar con ese ser a tu lado. Y así… empezó a comprender y a vivir el verdadero amor.

Unas cuantas noches pasaron y Rhett no se apartó nunca del lado de Farah. Le fue muy difícil a ambos contenerse las ganas. El reposo de Farah era absoluto y obligatorio, por lo que el Espartaco procuró mantenerse ocupado para no morir de deseo por ella. Así, ordenó las comidas, cuidó a su novia y a Sebastián con esmero, trabajó en los casos que tenían en curso y entendió que ser un hombre de familia no era familia, pero valía cada segundo y esfuerzo.

Le contó a Basti un cuento cada noche antes de dormir, y lo hizo sentir seguro como nunca antes, pues un tipo muy grande y fuerte lo cuidaba.

—Rhett… —habló al fin el pequeño, interrumpiendo la lectura del Espartaco, acostado junto a él—. ¿Ahora eres mi papá?

 

—¿Tu papá?… —Tomó al Espartaco desprevenido, como solía hacer Basti.




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