Después de la cena y sumergido en una nueva dinámica, Rhett se descubrió a sí mismo en una realidad que no podía creer. Farah ayudaba a su nana a recoger. Él la observó anhelante y orgulloso de su mujer llena de virtudes. Basti pasó dando saltos y tarareando una canción y el Espartaco sonrió al recordar sus ocurrencias:
—Papá… En la escuela mañana estudié que estoy en la infantería —comentó el pequeño una mañana antes de salir a la escuela.
—¿Cómo que en la infantería? —indagó, Rhett, confundido.
—Bueno… En la etapa de seis a once años. Tengo siete. Así que estoy en la infantería.
El Espartaco carcajeó.
—Primero, Basti. Esas etapas las estudiaste ayer, no mañana.
—Sí, sí, ayer —corrigió el pequeño.
—Y no se dice infantería —explicó, Rhett, ahogando una risilla—, sino infancia.
—¡Infancia, claro! Ya recordar yo. Estoy loco —Basti reía—. ¿Y qué es la infantería? Esa palabra existe, ¿verdad?
El Espartaco le explicó con paciencia cada detalle a su hijo que solo le llenaba el alma de bonitas memorias que no quería perder nunca. Así como aquella vez en que Sebastián le comentó que era un niño muy longevo. A lo que Rhett contestó: “Dios quiera que sí”; y volvió a reír solo, recordando.
Aquella noche, después de notar que Farah ya dormía junto a él, como solía, Rhett repasó una y otra vez el video donde aquel hombre encapuchado le daba una golpiza a Farah. Quería grabar cada detalle de ese instante en su momento como una obsesión, mas no deseaba alterarla haciéndole recordar tan horrible experiencia. Memorizó aquellos ojos azules, fríos; y aquella sonrisa ladeada, maligna. No la olvidaría nunca. Y se sintió seguro de que, si se encontraba alguna vez con aquella mirada, en el lugar y el momento que fuera, la reconocería.
Aquella tarde inició el juicio del chico que murió de tantas golpizas en la cárcel. En realidad, no le fue muy bien a Rhett en el inicio, pues gendarmería sabía cubrirse muy bien las espaldas. Mas… aquel día lo encontró. Entre la multitud halló esa media sonrisa llena de malicia y burla. Uno de los acusados lo miró y, al ver que el abogado no tuvo mucho éxito, sonrió con placer.
La mirada perpleja de Rhett incomodó al guardia. Este último percibió que algo había visto en él. Algo reconoció, pero el Espartaco volvió a sus papeles, simulando desinterés y olvido.
Al salir del juzgado, el abogado se comunicó con Max.
—Sé quién atacó a Farah —dijo secamente.
—¿Estás seguro?
—Sí, lo estoy. Reconocería esa sonrisa en cualquier parte. Fue uno de los acusados. El guardia de apellido Stevenson. El idiota tuvo la genial idea de atacar a la abogada defensora.
—¿Solo por la sonrisa lo reconociste? —indagó Max con lógica.
—Créeme, es él.
—Bien… Te creo, pero… ¿Cómo vas a probar que él lo hizo?
—Los que golpean mujeres suelen ser unos cobardes. Tengo la impresión de que hablará rápido. Ya sabes lo que tienes que hacer. Nos vemos en la “Quebranta huesos” (Un lugar olvidado y lejano que devoraba gritos y enterraba secretos).
Rhett confiaba en la efectividad de Max. Este lado del par de amigos era efectiva y escondida como un preciado secreto. Lo que pasaba en la “Quebranta huesos”, moría allí, y nunca más volvía a la vida.
Al anochecer y dando cualquier excusa a su esposa, el Espartaco llegó al lugar indicado. Ese escondrijo que solo conocían Max y él. Y sin falta, tal y como esperó, encontró a un hombre con una bolsa de tela negra cubriendo su cabeza, maniatado y desnudo, sentado en una fría silla metálica. Un rock pesado sonaba a todo volumen, atormentando al hombre e impidiéndole reconocer sonidos.
Ambos se vistieron con un overol negro y un casco de motocicleta negro y de mica ahumada.
—¿Te costó mucho traerlo? —preguntó Rhett.
—No es más que un borracho —replicó Max—. Cumplí mi parte, ahora te toca a ti.
Max encendió la cámara de su celular que descansaba sobre un trípode fijo.
De repente, la música cesó. El hombre se agitó inquieto.
—¿Quién está allí? Por favor… Soy un padre de familia —mintió, desesperado.
Un par de fuertes e inesperadas cachetadas azotaron al hombre de la mano del Espartaco. Y fue esa sensación de no saber lo que vendría, la ceguera y la incertidumbre, las que aceleraron la angustia del guardia.
—¿Qué es lo que quieren?
Al fin, despojaron al hombre de la bolsa negra de un tirón que le dolió en el cuello. El gendarme encontró a dos tipos grandes, de pie, con los brazos cruzados e imposibles de reconocer frente a él.
—Po… Podemos conver…
Rhett volvió a golpearle la cara con fuerza, sin dejarlo terminar de hablar. Tomó una pizarra que tenían allí, un marcador para pizarra y escribió una pregunta:
“¿Quién te contrató para golpear a la abogada?”.
—Por favor, se lo ruego… Él me matará si lo digo.
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Editado: 09.11.2024