Entre Clases

Capítulo 4: Cosas que Arden en Silencio

Los días siguientes fueron un caos interno. Mar iba a clases, tomaba apuntes, fingía normalidad. Pero había algo que no la dejaba en paz: la imagen del profesor, su mirada fija cuando la alcanzó en la biblioteca, el modo en que le habló como si ya no fuera solo una alumna. Como si la hubiera etiquetado.

No sabía qué sentía. Tenía miedo, claro. Pero también había algo más. Una inquietud que se le instalaba en el pecho cada vez que pensaba en él. Se odiaba por ello. No entendía qué clase de poder podía tener alguien para descolocarla así. Quiso convencer a su mente de que era simple miedo. De que todo era parte de su estrategia para recolectar pruebas, para denunciarlo, para sacarlo de la universidad.

Pero no podía negar lo que su cuerpo sentía cuando él se acercaba. Una mezcla de adrenalina y rabia. Como si algo dentro de ella quisiera correr... y quedarse al mismo tiempo.

Los días siguientes fueron un caos interno. Mar iba a clases, tomaba apuntes, fingía normalidad. Pero había algo que no la dejaba en paz: la imagen del profesor, su mirada fija cuando la alcanzó en la biblioteca, el modo en que le habló como si ya no fuera solo una alumna. Como si la hubiera etiquetado.

No sabía qué sentía. Tenía miedo, claro. Pero también había algo más. Una inquietud que se le instalaba en el pecho cada vez que pensaba en él. Se odiaba por ello. No entendía qué clase de poder podía tener alguien para descolocarla así. Quiso convencer a su mente de que era simple miedo. De que todo era parte de su estrategia para recolectar pruebas, para denunciarlo, para sacarlo de la universidad.

Pero no podía negar lo que su cuerpo sentía cuando él se acercaba. Una mezcla de adrenalina y rabia. Como si algo dentro de ella quisiera correr... y quedarse al mismo tiempo.

Una tarde, mientras estudiaba en la biblioteca, tomó la decisión de hablar con él. No por confianza. Sino por necesidad. Tenía que conocer al enemigo. Tenía que entenderlo.

Lo encontró en su oficina, revisando unos papeles. Tocó la puerta, y cuando él alzó la vista, por un instante creyó ver sorpresa en su expresión. Pero luego volvió a ser el mismo de siempre: medido, elegante, controlado.

—¿Mar?—preguntó, como si verla allí fuera un hecho improbable.

Ella cerró la puerta con suavidad y avanzó.

—Tengo algo que preguntarle.

—Adelante.

Sacó de su mochila la nota. El papel doblado. La caligrafía clara. Lo dejó sobre el escritorio.

—¿Fue usted?

Él alzó una ceja y abrió el papel. Leyó en silencio.

—No.

Mar sintió que algo dentro de ella se tensaba. No esperaba que lo admitiera, pero tampoco se esperaba esa seguridad.

—¿Está seguro?

—No tengo motivos para mentirte. Si tuviera algo que decirte... lo haría directamente.

Ella sostuvo su mirada.

—Entonces, ¿quien la envió?

Él se encogió de hombros.

—Quizás algún admirador anónimo. No pareces escasa de atención.

La frase era un elogio disfrazado. O una amenaza.

—La otra chica... tampoco fue.

—Interesante.

El silencio se hizo espeso. Mar se sintió atrapada. Como si cada palabra, cada gesto, formara parte de un juego que ella no terminaba de entender.

—Está utilizando algo contra mí—murmuró, casi sin darse cuenta.

El profesor se inclinó ligeramente hacia adelante.

—No necesito utilizar nada. Estás aquí, sola, conmigo. Y no has salido corriendo.

Mar se irguió, sintiendo el orgullo herido.

—No estoy aquí por usted. Estoy aquí porque quiero entender.

—Entonces empieza por entenderte a ti misma, Mar. Eso suele ser más difícil.

Esa noche, Mar releyó el poema que se había quedado grabado en su mente desde la clase de literatura: "Lady Lazarus", de Sylvia Plath. Al principio, lo había leído con indiferencia. Ahora cada palabra la atravesaba.

"Morir / es un arte, como todo. / Yo lo hago excepcionalmente bien..."

Sintó que algo dentro de ella se abría como una flor negra. Comprendía la desesperación de Sylvia. Comprendía lo que era vivir siendo observada, diseccionada, transformada en espectáculo. Comprendía el deseo de destruirlo todo y resurgir de las cenizas, más fuerte, más cruel, más viva.

El poema se volvió su espejo. Y la voz de él, ese eco constante en su cabeza.

Los días siguientes, el profesor cambió. Se mostraba diferente con ella. No más cercano en apariencia, pero había una tensión distinta. Le corregía con más detalle, le hacía preguntas más personales, y en la biblioteca, una vez, le dejó un libro abierto sobre la mesa sin decir palabra. Era "La campana de cristal", de Plath.

Mar lo interpretó como un gesto cómplice. O como una burla. No sabía qué la perturbaba más.

Una tarde, mientras ella buscaba un volumen de teoría literaria en una estantería alta, él se acercó por detrás y, sin tocarla, le habló al oído:

—No todos los libros son lo que parecen.

Mar se giró bruscamente. El estómago revuelto. El corazón acelerado.

—Y las personas tampoco—agregó él, bajando la mirada hacia ella con una media sonrisa.

Estaban solos. A esa hora, la biblioteca estaba casi vacía. Ella podía alejarse. Pero no lo hizo.

—No me tiene miedo, ¿verdad? —preguntó él.

Ella quiso decir que sí. Quiso escupírselo a la cara. Pero en su garganta solo hubo silencio.

—No estoy segura de qué siento—admitió finalmente.

—Eso es lo más honesto que me has dicho.

Se apartó y se fue, dejándola sola entre libros, entre palabras cargadas de significados que aún no comprendía del todo.

Esa noche, al cerrar los ojos, Mar no pensó ni en sus amigas, ni en los exámenes que se acercaban. Pensó en él. En su voz. En su cercanía. En el calor que la había invadido sin que lo notara.

Pensó en lo peligroso que era jugar a sentir algo por alguien que tenía el poder de destruirla. Y en lo seductor que era también.

Porque tal vez el miedo no era a él.




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