El sol de la tarde entraba tibio por la ventana del cuarto de Elizabeth. El viento suave mecía las cortinas mientras ella acomodaba sus libros para el día siguiente. Afuera, los árboles susurraban como si guardaran un secreto.
—¡Eli, baja la basura, por favor! —gritó su madre, Lisa, desde la cocina.
—¡Ya voy, mami! —respondió Elizabeth con voz neutra, sin despegar los ojos del libro que leía.
Con pereza, tomó la bolsa y bajó las escaleras. Al abrir la puerta principal, un aire fresco le rozó el rostro. Caminó hasta el contenedor de basura frente a la acera, y justo cuando alzó la vista, lo vio.
Un chico estaba sentado en el escalón de la casa de al lado. Tenía un cuaderno abierto sobre las rodillas, y un lápiz entre los dedos largos y firmes. Su cabello era oscuro, un poco despeinado, y sus ojos... bueno, Elizabeth no alcanzó a ver bien sus ojos, pero algo en su forma de mirar hacia el papel le dio escalofríos.
Él levantó la vista. La miró. Ella frunció el ceño y entró rápidamente a su casa.
—Qué tipo tan raro —murmuró para sí mientras cerraba la puerta.
Más tarde, durante la cena, su padre Jairo —con su acento elegante y pausado que conservaba del francés— comentó algo que llamó su atención.
—Ese chico nuevo... ¿Sabías que se mudó solo con su tía? Dicen que viene de España.
—¿Y qué tiene de malo eso? —preguntó Lisa mientras servía más arroz.
—Hay rumores... cosas feas. Problemas con grupos... bandas. Nada confirmado —añadió Jairo con tono serio—. Solo digo que hay que tener cuidado.
Elizabeth no dijo nada. Solo siguió comiendo en silencio, aunque por dentro, algo le decía que ese chico no sería fácil de ignorar.
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El lunes llegó, y con él, una pequeña revolución.
Elizabeth llegó al Instituto Pamela a las 7:45, como siempre. Se sentó en la segunda fila, junto a sus dos mejores amigas: Dane e Isabel. Todo iba normal... hasta que entró por la puerta del aula el chico nuevo.
El pasillo pareció detenerse. Algunas chicas dejaron caer sus lápices. Otras se miraban entre sí con sonrisas tontas. Isabel soltó un suave suspiro y murmuró:
—¡Wow! ¿Quién es ese?
Dane se acercó al oído de Elizabeth, riéndose bajito:
—Lizzie, si ese es tu nuevo vecino, necesito que me invites a tu casa ya.
Elizabeth levantó una ceja.
—¿Perdón? ¿Están babiando por ese tipo? ¿Ni siquiera saben quién es?
—¡No importa quién sea! ¡Es perfecto! —exclamó Isabel, con los ojos clavados en Axel.
Él caminaba tranquilo, con una mochila colgada de un solo hombro y los auriculares colgando del cuello. Se detuvo frente al escritorio del profesor, saludó con una voz grave y suave, y luego fue a sentarse... justo dos filas detrás de Elizabeth.
Isabel y Dane intercambiaban miradas emocionadas.
—Vamos a tu casa esta tarde —dijo Dane—. Tengo que... no sé, ayudarte con tareas. O con respirar cerca de ese chico.
Elizabeth rodó los ojos.
—No me interesa. Se ve raro, serio... como que esconde algo.
Axel, desde su pupitre, levantó la mirada. Y aunque no dijo nada, sus ojos se encontraron por un segundo con los de Eli.
Fue solo un segundo.
Pero a Elizabeth, ese segundo le pesó como si hubiese durado un minuto entero