Esa noche, Elizabeth intentó concentrarse en sus tareas, pero las palabras en el libro se desdibujaban frente a sus ojos. Afuera, el vecindario estaba en silencio, excepto por el ocasional paso de un auto.
Se levantó para cerrar la ventana… y lo vio otra vez.
Axel estaba en la acera frente a su casa, sentado en el borde de la acera con su cuaderno en las piernas. Dibujaba con una concentración tan intensa que parecía que el mundo no existía para él.
Elizabeth se quedó mirando, oculta detrás de la cortina.
—¿Qué tanto dibuja? —murmuró para sí.
Pero cuando Axel alzó la mirada y sus ojos se cruzaron, ella dio un paso atrás, cerró la cortina de golpe y apoyó la espalda contra la pared.
Su corazón latía más rápido de lo normal.
—No. No me interesa —se dijo a sí misma—. Ese chico no es para mí.
Al día siguiente en la escuela, Axel seguía siendo el centro de atención, aunque él actuaba como si no lo notara. Las chicas seguían lanzándole miradas, algunos chicos comentaban en voz baja, y los profesores parecían confundidos con su silencio y su actitud distante.
Elizabeth intentaba ignorarlo, pero era casi imposible. Cada vez que entraba al aula y lo veía allí, tan tranquilo, con los ojos clavados en la ventana o dibujando en los márgenes de su cuaderno, algo dentro de ella se movía sin permiso.
Durante la clase de Historia, el profesor pidió que formaran parejas para un trabajo de investigación. Elizabeth se giró hacia Dane, segura de que trabajarían juntas como siempre, pero el profesor interrumpió:
—No esta vez. Yo asignaré las parejas.
Elizabeth sintió un nudo en el estómago.
—Elizabeth Miller… con Axel Rivas.
Un silencio repentino cayó en el aula. Varios murmuraron cosas como “¡Wow!” y “¡Qué suerte!”. Isabel se llevó las manos a la cabeza, fingiendo desmayo.
Elizabeth cerró los ojos un segundo.
—¿En serio?
Axel no mostró ninguna reacción. Solo levantó la mirada, le hizo un gesto suave con la cabeza, y volvió a mirar al frente.
Cuando la clase terminó, Elizabeth fue hasta su pupitre, incómoda.
—Parece que vamos a trabajar juntos —dijo, con un tono seco.
Axel la miró por unos segundos. Había algo en sus ojos… como una tristeza escondida muy hondo, algo que ella no sabía interpretar.
—No tengo problema —respondió él—. Podemos hacerlo en tu casa o en la mía. Me da igual.
—Será en la mía —dijo ella rápido—. Pero no te emociones, ¿sí?
Él sonrió muy levemente.
—Tranquila, Lizzie.
Elizabeth lo miró con sorpresa.
—¿Cómo sabes que me dicen Lizzie?
—Te escuché ayer en la cafetería —dijo, encogiéndose de hombros—. No fue difícil.
Elizabeth apretó los labios, sin saber qué responder. Lo que sí sabía era que, a pesar de todo lo que sus padres le habían dicho sobre él… algo la empujaba a querer saber más.
Y eso le daba miedo