Lizzie caminaba hacia la biblioteca del instituto con el cuaderno en la mano, el estómago revuelto. A pesar de las advertencias de su madre, no podía evitar la curiosidad que le provocaba Axel.
Él ya estaba allí, sentado en una de las mesas del fondo, con el cabello un poco desordenado y el cuaderno abierto. Cuando la vio llegar, sonrió de lado, como si nada.
—Pensé que no vendrías, Ellie —dijo él, usando uno de sus apodos.
—No soy de las que dejan una tarea sin hacer —respondió ella, sentándose con cuidado.
Durante la primera media hora, apenas hablaron. Se limitaron a dividir las partes del proyecto y escribir en silencio. Pero de vez en cuando, sus miradas se cruzaban, y Lizzie sentía un cosquilleo que no sabía cómo explicar.
—Tú escribes bonito —dijo Axel de repente, mirando su letra.
—¿Tú dibujas? —respondió Lizzie, señalando la esquina de su cuaderno donde había un boceto de una chica sentada en una ventana.
Él asintió.
—Lo hacía mucho en España. Me ayudaba a… olvidar cosas.
Lizzie bajó la mirada. El tono en su voz era el mismo que en clase. Sincero, triste, diferente.
Terminaron la tarea una hora después. Cerraron los cuadernos y, por un momento, ninguno se levantó.
—No eres como los demás dicen que eres —murmuró Lizzie, sin mirarlo.
—¿Y tú? —Axel la miró fijo—. ¿Eres como tú crees que eres?
Lizzie no supo qué responder.
Salieron de la biblioteca sin decir nada más. Afuera, el cielo se tornaba rosado con el atardecer. Sus pasos sonaban juntos sobre el pavimento, mientras ella sentía que algo… algo estaba cambiando dentro de ella.