La víspera
Nací en 1891, él en 1873. No hablo del que sería con el devenir de los tiempos mi marido, no empecemos con confusiones, Li Jen, sino de un hombre que la posteridad honraría con el epíteto de «Apóstol de la democracia» y yo como uno de mis tótem personales. Ambos llegamos al mundo en un octubre oloroso a hierba y en Parras, a los pies de un vasto territorio llamado simplemente Coahuila.
No recuerdo haberlo visto en mi infancia, ni para qué esforzarme, infortunadamente era mucho mayor que yo; sin embargo, sí mi prima Olivia, la que con palabras sencillas simplemente me había dicho que al escuchar su nombre en la lista de asistencia durante su estadía como estudiantes en el Colegio Jesuita de San José, en Saltillo, recordó las palabras de su madre en la última carta. Le decía que el «Niño Francisco» compartiría con ella aula, maestros y estudio.
Según mi prima era Chaparrito, enfermizo y muy callado. Alguien me dijo años después que había estado en Baltimore, Estados Unidos; en Francia y no sé dónde diablos más; sin embargo, cuando mi monotonía fue eclipsada brutalmente una tarde de agosto en la estación de tren en Cuatrociénegas, juro que jamás volví a ser la misma. Era él. Juro que era él enfundado en un lindo traje de casimir estilo inglés a rayas y coronado con un lustroso sombrero, seguramente San Jenis. Digo seguramente porque estaban muy de moda. Sin exagerar fue un instante celestial y todavía ignoro la rareza de impresión que en ese momento me invadió. Lo considero raro porque fue un sentir a primera vista lo que me desmadró, perdón, hija, ésta vieja no ha podido limar bien a bien este burdo vocabulario que de vez en cuando se me escapa, pero bueno, ese sentimiento que en ese momento me llegó, me destrozó las entrañas sin piedad en aquella tarde canicular. Insisto en que era inaudito porque había sido compañero de mi prima, no mío, yo jamás lo había visto, ni siquiera en fotografías, bueno, sólo una de grupo que me había mostrado Olivia donde aparecía él entre todos los demás niños… Además que a mis diez años yo ni siquiera sabía las locuras del amor. No me mires así, Li, era una chicuela sin experiencia que tontamente se quedó prendada de esa quimérica belleza masculina inalcanzable para una muchachita como yo.
Ese día bajó lentamente del vagón con una sencillez tal que quien no lo conociera nunca hubiera imaginado el poderío económico en el que vivía. Me impresionó su profunda mirada extraviada que por azares del destino se cruzó con la mía. Quién iba a decir que a mi edad el sentir ese breve mirar me cambiara la existencia perpetuamente.
Un ligero polvillo oscuro reposaba en los andenes de madera en la estación de tren. La gente bajaba o subía maletas al vagón de equipaje y uno que otro vendedor ofrecía alimentos por las ventanillas. Un exquisito olor a comida vagabundeaba por doquier mientras que un intenso ambiente de dolor abrigaba las despedidas, a la vez que amplias sonrisas a las bienvenidas.
Eres muy pequeña como para andar viendo a los hombres de esa manera, Amadita, me comentó temeraria la buena Ciriaca, con quien en ese momento charlaba y a la vez esperaba la llegada del tío Abelardo.Al verme descubierta en mi arrobamiento sentí como un baño carmesí en plena cara.
─Es el joven Francisco, hijo de Don Francisco Madero. Mi madre trabajó con la familia como mucama por más de veinte años.
Me contó que Brisia, otra de nuestras primas que medio habían estudiado y que todavía trabajaba en la hacienda como mano derecha de Doña Mercedes, le había dicho que ya esperaban la llegada del “Niño Francisco”, luego de haber permanecido algún tiempo y como otras veces en Europa. Por obvias razones no le dije a Ciriaca en ese momento que ni me iba ni me venía dónde, cuándo o con quién había estado, más me importaba el que los dioses de todo el mundo hubiesen acordado que nuestros nacimientos coincidieran ahí, justo ahí, en ese páramo de silencios y mejor aún, que al pasar de los años, cuando nuestros cuerpos ya se habían desarrollado darnos cita ahí, ahí en esa estación de tren, sí, que yo estuviera ahí justo a esa hora, que él también estuviera ahí, como una visión permitida a una agraciada pecadora como yo y en ese preciso horario prescrito por los altísimos para el encuentro de nuestras almas.