La antesala de mi vida
Todavía recuerdo la faz de mi madre en el seno blanco de la luna.
Arrastro el ayer de algún rincón oscuro de mi cerebro y me veo entre el espeso fango que atrapa mi cuerpo herido a la orilla de la laguna del Guaje. Me duele perpetuarlo, pero el hacerlo me hace estimar la vida, agradecer a Dios por cada una de las palpitaciones de mi corazón, sí, por cada bombeo de sangre irrigándome el cuerpo manteniéndome así de viva, así de visionaria y fuerte ante las rudezas vida.
Fue más o menos al límite con la medianoche y también al filo de mi muerte; al borde de un súbito final… ¡Bendito Dios!, ¡lo recuerdo y tiemblo! … fue algo así como un adiós imprevisiblemente interrumpido por un suave murmullo, sí, como un resuello suave y delicado llegándome de un no sé dónde, algo insólito, verdaderamente raro, algo así como una voz que al tornarse clara y digerible me concedió advertir en ese distante « ¡Amada! ¡Amada!» filtrándose por lo más fino de mis sentimientos la tibia voz de mi madre. Era ella llegándome tal vez de entre el cenagal, de entre los matorrales quizá, de la alta sierra del Pino, desde mi lejana infancia o tal vez de entre mis más profundos miedos de mujer demolida... Entonces lo que sería mi partida se convirtió en llegada, en divina redención, en un estremecimiento de mi piel húmeda que me hizo saber que no, que el ocaso de esta vida mía no era aún, no todavía.
Mi pequeña Li Jen sabe reconocer mis estremecimientos, sabe que disfruto mis recuerdos, sabe que por ellos me he mantenido viva por entre la casi impenetrable selva de tanto año sobre mis hombros… Mi inocente Li, sigue anotando, tú mantendrás a flote mi existencia, la línea de mi vida cuando mi buen aliado que está en los cielos me acarree a su eterna morada.