Capítulo I
“Si bien somos capaces de reír, íntimamente llevamos una cruz de dolor que nos agobia.”
Desde que era una niña soñaba con ser cantante de música vallenata, recuerdo que siempre estaba cantando, cuando lavaba la ropa, haciendo aseo o tejiendo mochila, a veces, dormía a mi hermano pequeño con melodías de amor. Nunca llegué a imaginar lo que me iba a pasar en la serenidad de un lugar tan manso como Los Haticos. A veces lloro cuando recuerdo todo lo que me ha pasado, pero sonrío al percibir la inocencia que llega hasta mi ser con olor a gotitas de luna, o imagino en el alambre sus blancos pañales; entonces, llega la noche, me trasnocho dudando de mis actos y, finalmente, despierto en la madrugada escuchando el rebuzno del burro gris del vecino.
─¡Cuánto odio a ese animal que solo aumenta mi dolor! ─me decía a mí misma llena de intensa rabia.
Me preocupa la mirada acusadora de un juez del rincón del aula que, con su silencio, agrede mi propia vergüenza, sé muy bien que él no tiene la culpa de nada, pero preferiría que no me preguntaran por aquel angelito tierno, cruzo un camino largo para no escuchar su llanto, y ya dejé de cantar canciones, sigo lavando montañas de ropa sucia y los tenues días se convierten por las noches en llanto, lágrimas embravecidas que pueden causar daño en la calma de este caserío.
La gracia del cielo hacía que contemplara las horas del día con resignación, llegaba otra noche y buscaba en la luna la protección que me faltaba, a eso de las doce de la noche soñaba que mi angelito tocaba la puerta de mi cuarto, me levantaba de la cama de un salto y velozmente la abría… Pero nadie estaba allí, entonces, pegaba un grito desesperado, y momentos después, me tiraba al suelo a sollozar, mi corazón seguía latiendo con un dolor tan profundo que ahogaba mi pecho, para calmar mi ansiedad salía al patio y llamaba a mi perrito, y le daba de lo que comía; no sabía qué hacer aquí donde el tiempo me sobra, solo una idea se apoderaba de mi corazón:
─¡Quiero ver a mi hijo!