Lía
El viento helado de la noche se colaba entre las grietas de las paredes, silbando como un eco persistente de la soledad. Me envolvía con la vieja manta que había encontrado en un contenedor hace años. Aún conservaba el aroma a humedad y olvido, pero era lo suficientemente cálida como para darme un poco de consuelo en noches como esta. La luna llena se colaba por una ventana rota, iluminando los montones de libros apilados que eran mi único tesoro.
—Algún día… —susurré, dejando que mi voz flotara en el aire helado—. Algún día saldré de aquí.
Recosté mi cabeza contra la pared agrietada y dejé que mis pensamientos divagaran. Había cumplido diez años cuando mis padres me dejaron en esta casa en ruinas. Recuerdo sus rostros fríos y la indiferencia en sus palabras. “Eres un peso que no podemos cargar”, me dijeron. Al principio, esperaba que regresaran. Contaba los días, esperando que la puerta se abriera y sus voces llenaran el vacío. Pero nunca lo hicieron.
Con el tiempo, aprendí que la supervivencia era una batalla solitaria.
—Lía, tienes que ser fuerte —me repetía a mí misma cada vez que la desesperanza amenazaba con aplastarme.
De día, recogía frutas de los árboles cercanos y hacía trabajos para los vecinos. Algunos eran amables; otros me miraban con desprecio, como si fuera menos que ellos. Pero no podía darme el lujo de sentir rencor. Cada moneda que ganaba era un paso más cerca de mi sueño: asistir a la universidad.
—¿Por qué te esfuerzas tanto, Valeria? —me preguntó un día la señora Carmen, una anciana para quien limpiaba la casa.
La miré a los ojos, sosteniendo la escoba con fuerza.
—Porque quiero algo más. Quiero demostrarle al mundo que no estoy rota, que puedo ser alguien.
Ella me observó en silencio y, por un momento, creí ver comprensión en su mirada. Pero no dijo nada más, solo asintió y volvió a sus tareas. Fue una de las pocas personas que no me trató como si fuera invisible.
Cada noche, antes de dormir, contaba mis ahorros. Las monedas brillaban bajo la luz de la luna, como si quisieran recordarme que cada pequeño sacrificio valdría la pena. Pero también había noches como esta, en las que el peso del pasado me aplastaba. Me abrazaba las rodillas y dejaba que las lágrimas cayeran silenciosamente.
—¿Por qué me dejaron? —murmuraba al vacío—. ¿Qué hice mal?
No había respuesta, solo el murmullo del viento y el crujido de la madera vieja. Pero después de llorar, siempre me limpiaba las lágrimas y me recordaba que no podía permitirme flaquear. Mi pasado no definiría mi futuro.
El día que envié mi solicitud a la universidad, mis manos temblaban. Había trabajado años para llegar a ese momento. Con cada palabra que escribía en el formulario, sentía que dejaba una parte de mi corazón. Al dejar la carta en el buzón, cerré los ojos y susurré:
—Por favor, que esto sea suficiente.
La espera fue agonizante. Cada vez que el cartero pasaba por mi calle, mi corazón latía con fuerza. Me imaginaba sosteniendo la carta de aceptación, leyéndola una y otra vez, hasta que las palabras quedaran grabadas en mi memoria.
Cuando finalmente llegó, mis manos temblaban tanto que apenas podía abrir el sobre. Contuve el aliento mientras leía las palabras que cambiarían mi vida para siempre:
“Nos complace informarle que ha sido aceptada en nuestra universidad…”
Caí de rodillas, sosteniendo la carta contra mi pecho. Las lágrimas corrían por mi rostro, pero esta vez no eran de tristeza. Eran de alivio, de alegría, de esperanza.
—Lo lograste, Lía —susurré—. Lo lograste.
Pero sabía que este era solo el comienzo. La universidad no sería fácil. Tendría que enfrentar nuevos desafíos, nuevos obstáculos. Sin embargo, al día siguiente, mientras empacaba mis pocas pertenencias, me invadió una mezcla de emociones: miedo, emoción, y una pizca de nostalgia.
Al llegar al campus, todo era enorme, abrumador. Los edificios parecían inalcanzables, y las risas de los estudiantes resonaban como un recordatorio de que yo no pertenecía allí.
—Disculpa, ¿eres nueva? —una voz masculina interrumpió mis pensamientos.
Me giré, encontrándome con un chico alto, de cabello oscuro y ojos amables.
—Sí, es mi primer día —respondí, intentando sonar segura.
—Bienvenida. Soy Daniel. Si necesitas ayuda con algo, no dudes en buscarme.
—Gracias.
Aunque intenté mantener la compostura, no pude evitar sentir un nudo en el estómago. Era la primera vez en años que alguien me ofrecía ayuda de forma desinteresada. Quizás, solo quizás, este sería el lugar donde finalmente encontraría mi lugar.
Editado: 18.01.2025