Lía
El sol de la mañana se filtraba a través de los enormes ventanales del edificio principal de la universidad. Mientras caminaba por los pasillos, el bullicio de los estudiantes resonaba como un eco constante a mi alrededor. Me sentía atrapada entre la alegría y la energía que irradiaban todos ellos. Sus risas y conversaciones parecían armonizar con la majestuosidad de aquel lugar, y aunque intentaba disfrutar de la experiencia, no podía ignorar el peso que cargaba.
“Todos parecen tener una vida tan perfecta…” pensé, mientras observaba cómo grupos de chicos y chicas se reunían en los jardines, sonriendo como si no tuvieran una sola preocupación en el mundo. Yo también sonreía, pero solo para encajar, para no destacar como la infiltrada que realmente era. Mi vida estaba lejos de ser tan idílica como la de ellos. Entre los gastos de la pensión, los libros y la comida, apenas podía permitirme seguir adelante. Mis trabajos a medio tiempo me daban algo de alivio, pero no podía evitar preguntarme cómo iba a sobrevivir año tras año.
Sacudí la cabeza para despejar esos pensamientos y me obligué a concentrarme en lo que tenía frente a mí. Era imposible negar que la universidad era impresionante. Cada rincón del campus parecía estar diseñado para inspirar grandeza. Desde las columnas de estilo clásico hasta los pasillos relucientes, todo gritaba “poder” y “elite”. Era un lugar que no se suponía que yo pudiera llamar hogar.
En mi recorrido, mi atención se desvió hacia un grupo que charlaba animadamente cerca de una fuente. Había un chico en el centro, alto, de cabello desordenado y sonrisa encantadora. Su risa resonó, y aunque no pude escuchar de qué hablaba, algo en su presencia me atrapó. Por un instante, mi corazón se aceleró, pero me reprendí casi de inmediato. “No tienes tiempo para eso… y menos para alguien como él”, me dije.
Suspiré y seguí caminando, intentando apartar esa imagen de mi mente. Sin embargo, no pude evitar recordar al primer chico que había conocido al llegar: Daniel. Me había ofrecido su ayuda con una amabilidad que no esperaba. Pensé en buscarlo para agradecerle por su gesto.
Cuando finalmente lo encontré, me quedé paralizada. Daniel estaba sentado en un banco, con una chica rubia en sus piernas. Ella reía con coquetería mientras él le susurraba algo al oído. Mi corazón se hundió ligeramente, no porque sintiera algo especial por él, sino porque me había formado una imagen completamente distinta de su personalidad. Cuando nuestras miradas se cruzaron, él me sonrió, como si nada fuera fuera de lo común. Desconcertada, decidí dar media vuelta y alejarme.
Llegué a mi primer clase con tiempo de sobra, ansiosa por enfocarme en mis estudios y olvidar todo lo demás. Sin embargo, al entrar al salón, vi a Daniel nuevamente. Estaba sentado al fondo, junto a la misma chica rubia. Por un momento, temí que me dirigiera la palabra, pero me ignoró mientras hablaba en voz baja con su acompañante. Decidí no darle importancia y me concentré en el profesor, quien ya había comenzado a hablar sobre el programa del curso. A pesar de todo, no pude evitar sentir una pequeña chispa de emoción por esta nueva etapa de mi vida.
Cuando las clases terminaron, recogí mis cosas y me dirigí hacia la salida. La idea de regresar a mi solitaria habitación me llenaba de una melancolía familiar. Pero justo cuando estaba por cruzar las puertas principales, escuché una voz llamándome.
—¡Espera!— Era Daniel. Me giré para verlo acercarse con una sonrisa en los labios. —Quiero disculparme si te sentiste ignorada antes. Estaba distraído. ¿Aún necesitas ayuda con algo?
Lo miré fijamente, intentando descifrar sus intenciones. Recordé la escena en el banco y dudé, pero algo en su expresión me hizo sentir que podía confiar, al menos un poco.
—Gracias, pero ya no lo necesito— respondí con frialdad.
—Entonces, ¿qué tal si somos amigos? —sugirió, con una expresión tan casual que me desarmó.
Amigos. Esa palabra resonó en mi mente. Nunca había sido buena para hacer amigos, y la idea de tener uno en un lugar tan ajeno para mí era tentadora. Aun así, me mantuve cautelosa.
—No estoy segura… —dije, sin querer sonar demasiado interesada.
—Prometo no molestarte— replicó, levantando las manos en un gesto de inocencia. —Podemos hablar cuando quieras, sin presiones.
Finalmente acepté, aunque no sin cierto recelo. Intercambiamos números, y hablamos brevemente de cosas triviales: nuestras clases, los profesores, e incluso algunos lugares recomendados para estudiar en el campus. Me aseguré de no mencionar nada sobre mi situación personal. No quería que nadie supiera lo mucho que me esforzaba por mantenerme a flote.
Cuando nos despedimos, sentí una mezcla extraña de esperanza y miedo. Quizá tener un amigo no sería tan malo, pero también sabía que, en un lugar como este, la confianza podía convertirse en un lujo peligroso.
Editado: 18.01.2025