Entre hojas secas y copos de nieve

1: ojos color tormenta

         

Jonás
 


Despertaba. Sentí la suavidad de las sabanas bajo mi cuerpo y la calidez de las cobijas que me abrigaban hasta la barbilla, aun así, escalofríos recorrían mi piel como consecuencia de la fiebre. 

El ligero aroma esencia de fresa golpeo mi olfato, embriagándome. Y unos instantes después percibí la humedad de la tela sobre mi cabeza.

Fui abriendo mis ojos, algo que me fue casi imposible, cada musculo de la cara me dolía y cada mínimo movimiento facial que hacía era como una tortura, pero, no importaban los moretones que me cubrieran, nada se comparaba al dolor que se acumulaba en mi alma, un dolor que iba a acumulando a diario.

 Por lo menos tanto dolor físico me confirmaba que estaba vivo, ¿Pero de que me valía? 

Parpadee acostumbrándome al entorno, me encontraba en una habitación de paredes grises, apenas iluminada por una lámpara sobre una mesita en un rincón. Frente a la cama había una ventana donde se veían descender las gotas de lluvia por el vidrio.

No era mi habitación.

―Al fin despiertas.

A centímetros de mi cara apareció la dueña de la voz, una chica con el rostro cubierto de lunares y unos intensos ojos grises tormenta. Sus rizos oscuros apuntaban a todas direcciones, alborotados, y algunos rozaban mi rostro. Solté un bufido aguantándome un estornudo, gesto que la hizo curvear sus labios y apartarse un poco. 

Por largos segundos la observe sin saber que decir, ella, la persona más temida y respetada de la preparatoria me había salvado. La chica que catalogaban de insensible y temperamento de los mil demonios estaba frente de mí, poniéndome paños de agua fría para bajarme la fiebre.

―Huy pero no me mires con esa cara, pareciera que hubieras visto un espanto― bromeo, colocando un nuevo paño sobre mi frente―. La fiebre ha bajado bastante pero quizás para mañana amanezcas con gripa.

Hundí la cabeza entre mis hombros, escondiéndome. 

Jamás en mi vida hubiera pensado la posibilidad de estar metido en semejante situación con aquella muchacha, es que no solo era temida y respetada por todos en la preparatoria, también era temida y respetada por mí, muy temida y respetada. Quien le buscaba problemas nunca, pero nunca, quedaba con la cara en buen estado, ¿Y quién era yo para sacar sus demonios internos? Prefería tener en mí contra el equipo entero de futbol que a la chica tormenta.

― ¿Tu eres...? 

Alzo una ceja, la media sonrisa aun perceptible en ella.

―Jonás...mi nombre es Jonás―murmuré ya con media cara bajo las sabanas.

Sus labios se curvaron por completo en una sonrisa amable, maravillado e impresionado por partes iguales admire lo que para el resto de estudiantes sería un milagro. Comúnmente, cuando sonreía lo hacía cuando la rabia desbordaba de ella y estaba a punto de dar un acertado golpe, luciendo maquiavélica. Sin embargo, la sonrisa que me mostraba era muy distinta, era una sonrisa bonita y podría jurar que hasta con tintes de ternura.

―Bueno, ya debes saber quién soy, mi nombre es Boo y estas en mi habitación. Te encontré ensangrentado bajo las gradas del campo de futbol y decidí traerte aquí. Aunque no se...―dudosa me examino el rostro con su intensa mirada―. Tengo dudas si llevarte al hospital, te ves terrible a pesar de que la fiebre bajo...mejor llamo a una ambulan...

La mención del hospital me asusto un poco. Un poco no, muchísimo.

―Estoy bien.― sacando fuerzas de donde no tenía trate de levantarme pero sus dedos sobre mi pecho me detuvieron y de un empujón me envió de regreso al colchón. Me queje por el dolor en mis costillas―. Debo irme a mi casa, sino llego antes de que anochezca mi papá se molestara.

Suplique desesperado.

 Boo dejó de sonreír y alzo una ceja con irritabilidad, una expresión que la caracterizaba mucho. Atemorizado volví a esconder mi cara entre las sabanas.

 ―Déjame decirte unas cositas―sus dedos golpetearon mi pecho, continuaba recostada a mi lado y al pendiente de cada mínimo movimiento mío―. Primero, debes descansar hasta que baje por completo la fiebre y de aquí no te iras hasta que eso pase. Segundo, afuera llueve. Y tercero, tengo que terminar de curarte―menciono con expresión seria, contando con sus dedos a solo centímetros de rozar mi nariz.―Así que sin objeciones.

Trague saliva, ¿Y quién le dijo que tendría el valor para darle objeciones? ¡No quería morir en sus manos!

―Vale, me quedo.

Sonrió llena de arrogancia y revoleo mi cabello.

 ―Buen chico.

Bajo de la cama de un brinco, alejándose hasta un cajón del otro lado de la habitación. Observe su caminar tan altanero que la hacía mover su cabello rizado y oscuro de lado a lado. 

Su pelo era muy bonito.

A los segundos volvió con una bola de algodón y un frasco de lo que supuse, era alcohol.

Mientras empezaba a curarme tome valor para hablar.

―Tus padres no se molestaran porque me quede...―chille al sentir el ardor en mi labio―. ¡Eso duele!

Realizo un mohín de pena, falso, muy falso. Pero se le admiró el gesto.

―Perdón.―siguió limpiando la herida―. Vivo con mi mamá y no vuelve hasta mañana temprano, ella es enfermera así que te puedes quedar hasta la noche, yo puedo llevarte a tu casa y decirle a tu padre que estuviste toda la tarde conmigo, ¿Vale, pecosin?

Moví mi cabeza de acuerdo y sin dar protestas por el mote. Por largos años me habían llamado con distintos apodos para nada agradables, ese era tierno. Pecosin.

Pensándolo mejor, hace mucho tiempo que nadie era tan agradable conmigo.

―Ya termine, descansa.

Acomodo mi pelo con cuidado, recordé la lluvia, sus caricias sobre mis mejillas y sobre mi cabeza. Sus cálidos brazos y lo seguro que me sentí acurrucado entre ellos.

La cara me ardió de vergüenza.

―Gracias, Boo.

Sonrió de lado. Un simple gesto que me reconforto el corazón.




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