Entre hojas secas y copos de nieve

18: cielo e infierno

Los estragos del llanto la dejaron más ojerosa que nunca. Y me dolió verla así, tan demacrada.

Con los ojos rojizos, aun soltando hipidos, se disculpó. No le conteste nada, solo la seguí resguardando entre mis brazos, como si temiera que al soltarla se desmoronara. Y ella no se quejó, se quedó allí, tranquila y pensante. Dejando escapar suspiros de cuando en cuando.

A la hora de la cena volvió a ser ella, o eso nos quería hacer creer. Hablo sus acostumbrados disparates y discutió con su primo por boberías. Y cuando su tía busco la cámara instantánea para sacarnos una foto su cara fue de querer irse a vivir bajo la faz de la tierra, como siempre. Boo le huía a las fotos, decía que ya tenían demasiadas, y era cierto, las paredes del salón, la cocina y la pared de las escaleras, estaban repletas de retratos. Había una Boo chiquita con el cabello tan alborotado que parecían resortes. Una Boo bebe vestida de gatito. Una Boo con un bebito en sus brazos. Una Boo y Jean en el rio por el verano. Ambos en la nieve. Y así iban, aquellas mujeres capturaban cada momento importante para sus hijos, fuese lo que fuese, daba igual si se trataba de la estrellita que la maestra les puso en la frente por portarse bien, ellas lo guardaban como un gran logro.

― ¡Vamos, una sonrisa que esta va para arriba de la chimenea! ¡Digan: pastel de chocolate!

― ¡Pastel de cocholate!―grito Jean.

Los primos mostraron sus dientes llenos de comida. No pude reprimir la carcajada al ver sus mejillas repletas de pastel, parecían ardillas

― ¡Pastel de cocholate!―le seguimos Boo y yo.


[...]


Se hizo lo hora de irnos a dormir. En la habitación de Boo nos organizamos, y el estar de nuevo en aquellas cuatro paredes grises revivieron las primeras horas a su lado. Si no hubiera recibido aquella fatal paliza bajo las gradas nunca habríamos coincido, continuaríamos siendo dos extraños que no se dirigían ni las miradas, y que compartían una clase de matemáticas todos los martes.

Jean y Boo se acomodaron en la cama, y a mí me dejaron una colchoneta en el piso. Antes de apagar las luces me dieron un montón de cobijas para abrigarme bien del frio que cada vez se hacía más insoportable, la calefacción no servía de mucho que digamos.

Cuando las penumbras nos acogieron el arrullo de la ventisca fue como un tranquilizante para mi trajinada mente, y no paso mucho tiempo hasta que por fin me dormí.

Transcurrieron las horas, y las cobijas no fueron suficientes para apaciguarme del frio. En inquietud por no saber cómo abrigarme un poco más no dejaba de moverme. Percibí algo escurriéndose por mis pies, y el bulto se fue agrandando bajo las cobijas hasta llegar a mi rostro. Sentí unos cabellos rozándome la nariz, luego una risita, y el calor de unos brazos rodeando mi dorso.

―Jean me ha quitado las cobijas, tengo mucho frio―hablo con la voz adormilada, acurrucándose contra mi pecho―. Eres calentito.

―Nos van a regañar.

El corazón lo tenía en la garganta por lo acelerado.

―No se darán cuenta― restregó su rostro contra la lana de mi suerte, me hizo recordar a un gatito soñoliento―. Anda Pecosin, déjame dormir contigo.

Suspire al escuchar su vocecita dulce, ¿Cómo podía negarme si usaba ese tonito aniñado?

―Está bien, pero no te muevas mucho―acepte acomodando las cobijas sobre nosotros.

Coloque un brazo sobre su espalda y el otro se lo deje de almohada, segurito despertaría al siguiente adolorido, pero no importaba.

―Eres un pancito dulce.

―Tú también.

Nos quedamos en silencio por largo rato, y cuando creí que ya había vuelto a dormirse empecé a cerrar mis ojos, el sueño me ganaba.

― ¿Jonás?

― ¿Qué sucede?―balbucee en un bostezo.

― ¿Crees en cielo?

Busque su mirada entre la oscuridad. No entendía el porqué de tal pregunta.

―Según la ciencia el universo se creó luego de una gran explosión a la que llamaron el Big Ban...

―Ya sabes que no le creo a la ciencia, así que no vengas con teorías científicas―me interrumpió, irritada―. Yo quiero saber qué es lo que crees tú, ¿Crees en el cielo?

―Depende a que cielo te refieras.

―En donde viven los ángeles.

Para ese entonces yo no era muy devoto a Dios, y me quede callado al no saber que responderle. Por incontables noches le pedía a quien estuviera al tanto de mi vida que me alejara de todo sufrimiento, pero parecía no escucharme, o prefería mandarme a la lista de espera de los milagros. Simplemente, había dejado de rezar antes de dormir desde hace años. Eso no quería decir que ya no creyera en su existencia, por supuesto que si creía, pero dudaba. Desconfiaba de su eficiencia en salvar vidas.

―Pienso, que al morir no hay nada. Nadie sabe con certeza que hay después de la muerte...―empecé, inventado mi propia teoría sobre el cielo, una que a ella le gustara―. Entonces, ¿Para qué hacernos una idea de que al morir viviremos eternamente en un cielo de castillos de cristal y caminos de nubes? ¿Y si al morir solo dejamos de existir? ¿O si llegamos a ese cielo y no nos guste? Debe ser muy aburrido vivir allí arriba sin hacer nada.

―Yo me querría tirar desde la nube más alta―comento riendo―. ¿Entonces no crees en el cielo?

―Sí creo, pero, opino que el cielo está aquí en la tierra.

Chasqueo la lengua.

―La tierra es el infierno, Jonás.

Le acaricié el cabello.

―Te equivocas, algunas personas te hacen sentir como si vivieras en el infierno― trague grueso y relamí mis labios. Para estar inventado mis palabras eran muy ciertas, y lastimaban, lastimaban tantísimo ―. Otras, te hacen sentir tan dichoso, seguro y lleno de paz, que te sientes volando en un el cielo. El infierno y el cielo en realidad son personas, como tú o como yo.

―Acabo de entender algo.

― ¿Qué?

Sus labios fríos rozaron mi mejilla al besarla.

― Que eres mi cielo.

Apreté los ojos aguantado ponerme a llorar, y trate de deshacer el nudo que me trancaba la garganta para hablarle.




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