Entre hojas secas y copos de nieve

20: un ángel llora

 

 

                                 

  Boo

 

  Descolorida como un papel y agotada, temblando de miedo hasta lo más profundo de mis huesos, enfrente al espejo. Aquel pedazo de vidrio se había convertido en mi peor enemigo. Un enemigo cruel y feroz, que gritaba y se burlaba de mi aspecto; regocijándose ante la inminente tragedia que me rodeaba. Podía escucharlo carcajear al ser testigo de mi primer derrocamiento en toda la vida.

 

Esa sería mi primera derrota, y sería tan dura e inminente, que quizás bastara para ser la última.

 

Pose mis manos sobre la cerámica del lavado, y boquee conteniendo el llanto. Resistí para no desmoronarme en el instante que contemple la deplorable silueta de una desconocida. Sus ojos grises eran carentes de cualquier brillo, se avistaban turbios, como dos esferas que resguardaban un feroz ciclón. Los lunares sobre el pálido rostro que alguna vez tuvo un tono moreno, y los labios resecos; cuarteados y sin color, fueron los únicos rasgos que me permitieron saber que algo mío seguía dentro de aquel cuerpo. 

Mi alma seguía allí, pero ahora era distinta. Estaba más marchita y desarraigada. Agonizante. La antigua Boo se había esfumado, había dejado de brillar para siempre, como una estrella fugaz que solo aparece por un par de segundos. ¡Y puf! Su lugar había sido usurpado por una chica esquelética y sin vida, que el aparentar que continuaba siendo la misma de antes la tenía hecha trizas. No podía fingir un segundo más. Fingir que no se cansaba. Fingir que constantemente no se perdía en sus pensamientos. Fingir que era incapaz de llorar. Y de fingir, que era el ser más poderoso del mundo, cuando en realidad su mundo se venía abajo.

 

Desde hace mucho tiempo que me había apagado, sin embargo, trataba de mostrarme como un puto sol, ocultando que por dentro me encontraba envuelta entre nubarrones de desesperanza. Lamentablemente, las fachadas también se caen en su debido tiempo, no soportan por mucho la presión de una felicidad falsa, y se quiebran. Se despedazan como todo lo que te rodea. Y ya no hay nada que las que pegue ni que las repare.

 

Mi fachada se había caído, como los rizos azabaches que ahora cubrían el piso.

 

― ¿Por qué? ― pregunte con voz ahogada al espejo, esperando que la desconocida que en él se reflejaba me diera las respuestas que nadie era capaz de darme―. ¿Por qué justo ahora?

 

Obviamente no me respondió, y me sentí desorientada que nunca, como perdida en algún lugar lejano y nuevo. Y enredada, muy enredada. Con la mente envuelta en mil nudos que no me permitían pensar con claridad. Derrotada. Aquella palabra me identificaba, estaba perdiendo contra algo con lo que me era imposible luchar. Porque, sencillamente, no había forma de hacerlo. Debía ver día a día como todo se desmoronaba sin poder mantenerlo junto. 

La vida se me escurría entre los dedos. 

 

Cedí a las lágrimas, no podía retenerlas por más que quisiera. Todo en esos instantes me dolía y me desgarraba el pecho en dos, como si espinas me apretaran el corazón.

Todo se había acabado. Todo. Y no sabía cómo afrontarlo sin terminar de destruirme.

 

―Lo siento, Boo. Sé cuánto amabas tu cabello. 

 

―Descuida, da igual―limpie las lágrimas que se escurrían por mis mejillas, y tomando un hondo respiro gire para mirarle. Fue algo estúpido disimular que lloraba, apenas mire las tijeras sus manos volví a ceder al llanto―. Te juro que odio las tijeras.

 

Un estremecimiento me recorrió entera, acompañado de mareo que me hizo tambalear. Sentí que en cualquier instante mis piernas cederían y caería desplomada contra el piso. La reciente debilidad por los tratamientos y la fatiga que producían los mismos me terminarían matando en cualquier momento.

 

Renato abandono su puesto junto a la puerta al augurar mi pronto desfallecimiento, y con cuidado, como si moviera una figurilla de cristal que con el más mínimo moviendo brusco pudiera romperse, me ayudo a sentarme sobre la tapa del inodoro. 

 

― ¿Ya paso?

 

Asentí con lentitud, manteniendo mis ojos cerrados, como si así pudiera contener las lágrimas.

 

― ¿Cómo se lo voy a decir? ―gimotee, apoyándome mi frente contra su hombro. Sus brazos me envolvieron―. ¿Cómo decirle que estoy muriendo sin lastimarlo? Soy su única amiga, soy la única persona que lo hace sentir seguro, no quiero ni imaginarme como se sentirá cuando se entere…estará tan destruido…yo no quiero que sufra más…no quiero. 

 

Trate de imaginar que aquellos brazos eran los de Jonás, que me oprimían con fuerza y ternura. Transmitiéndome la serenidad infinita que solo el poseía y que tanto necesitaba en ese momento. Porque cuando estaba con el todo cambiaba, poderosas sensaciones llenas de dulzura invadían mi cuerpo, y los decibeles de la esperanza muerta revivían, subiendo y subiendo. 

Jonás tenía la habilidad de llevar luz y calma a todas partes, y aunque el solo viera oscuridad y tempestad; yo si era capaz de ver el hermoso cielo soleado que acogía en sus ojos cafés.

 

―No me preguntes el porqué, pero a pesar de no conocer a ese amigo tuyo presiento que es capaz de comprenderte, así le duela muchísimo saber que puede perderte entenderá que a ti te duele mucho más dejarlo solo.  

 

Si algo me atormentaba era abandonar a las personas que amaba y el sufrimiento que les causaría. La angustia me engullía de solo imaginar a mi madre desolada por mi ausencia, a mi tía y a mi primo haciéndoles compañía. Ambos eran importantes en mi vida desde que tenía memoria, estaban allí desde los primeros recuerdos de mi mente. Jean, tan chiquito, por tantas cosas por aprender y descubrir; cosas que, posiblemente tuviera que explorar solo, sin su prima favorita. No más lecciones de guitarra. Ni paseos a la arbolada. Tampoco discusiones tontas.




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