Entre hojas secas y copos de nieve

21: a las puertas del infierno

 

 

Jonás

 


Nevaba, como cada una de aquellas noches en Letter. Copos de nieve caían con tranquilidad sobre los patios y las calles recién paleadas. Sobre los tejados rojizos de las casas. Vistiendo las ramas de los árboles con escarcha. Volviendo las aceras resbaladizas. Y congelando los motores de los autos y las bisagras de las puertas. Arrasando todo con su blanco impoluto. Cubriendo todo con su frialdad preciosa.

 

El exterior, con su rostro helado y sin color, me pareció mucho más acogedor que las cuatro paredes que me rodeaban.

 

El invierno siempre fue esa estación que deseaba que nunca llegara. Y no era por el frio, o por las carreteras trancadas por la nieve. Tenía motivos personales para que aquel no fuese mi mes preferido, los días de diciembre eran solo un recordatorio de sucesos del pasado. Un pasado doloroso que persistía adherido a las paredes de aquella casa. En cada habitación se escondían las memorias de mi niñez, acechándome constantemente, como pequeños monstruos que transmitían miedo e infelicidad en sus miradas vacías. Al deambular por los pasillos siempre me arremetían, repitiendo momentos dolorosos una y otra vez, escena tras escenas, una y otra vez. Sin descanso. Me castigaban por nunca huir. Me recriminaban por no ser más valiente. Me juzgaban por tener miedo.

 

La muerte de mamá... gritos...golpizas...llanto...la fuga de Cesar...cumpleaños tristes...navidades solo...

 

Y se repetía.

 

Me convertí en mi propio carcelero, ¿Pero cómo no serlo? Si solo conocía el encierro. Era como un pajarito que nunca había salido de su jaula y que aunque le dejaran la reja abierta se le imposible de escapar.
Tenía miedo a la libertad, a no saber qué hacer con ella. Tenía miedo de extender mis alas y estrellarme.

 

Dicen que todos tenemos alas, pero solo algunos poseen la determinación para volar. Y yo no iba incluido en esos algunos.

 

Roce con mis dedos las cuerdas de la guitarra, y cerré los ojos para concentrarme en los acordes que se iban dando. Uniéndose entre sí, creando un ritmo lento. Era algo casi improvisado. Bonito. Tranquilo. Puro. Mis labios producían solo tarareos, una canción sin letra que le faltaba mucho para ver la luz. Pero que allí estaba, llenando toda la habitación como un arrullo. Callando a los fantasmas necios de mi mente. Lo gritaba todo sin pronunciar nada en concreto.

 

De nuevo estaba frente a mi ventana, haciendo lo único que me daba paz en esos días de invierno. La música. Las últimas noches se habían convertido en horas interminables, llenas de preocupación y agonía. La repentina ausencia de mi amiga me tenía pensando de todo, y sin rendirme, la llamaba todos los días por el radio que me regalo por mi cumpleaños.

 

Al instante, como si esperara por el llamado, se conectaba al canal. Pero nunca hablaba, solo estaba allí. Y de vez en cuando podía escuchar su respiración, o un sollozo. Sentía que me derrumbaba por no saber qué le sucedía. Quería cuidarla. Que me sintiera allí, con ella. Que supiera que contaba conmigo para lo que fuera.

 

Pero ella no decía nada, ¿Cómo ayudar a alguien que nunca dice por lo que pasa? Era tan complicado.

 

―...Y si me amas como yo te amo, ¿Te quedarías conmigo?―murmure una parte de la canción que le cantaba cada noche―. Y si yo te amo como tú me amas, ¿Viviremos juntos en el cielo?

 

La extrañaba tanto.

 

Pasar esos días encerrado en casa y luego ir a clases sin tenerla pegada a mi lado me hizo percatarme un poco más de lo solo que estaba, y lo importante que se había vuelto su compañía en mi vida. Boo era como esa pieza faltante en mi rompecabezas. Era los silencios insoportables rotos por su risa. Sin ella las meriendas eran aburridas. Las caminatas de regreso a casa se hacían monótonas. Todo era distinto y sin chispa.

 

Necesitaba su energía.

 

En la prepa solían comentar que Boo era una como tormenta; destructiva y sin control. Quizás no se equivocaran. Pero, para mí era mucho más que desastre, era luz y calma. Risas y color. Era el arcoíris luego de la lluvia. Era la calma en medio del caos.

 

Miércoles, como me gustaba.

 

El timbre sonó, haciéndome dar un respingo en mi lugar.

 

Al observar hasta la calle se me hizo difícil distinguir la figura al otro lado de la barda, el jardín a oscuras no hacía de mucha ayuda y la nieve, la cual que empezaba a caer con más intensidad, menos. Había que estar bastante loco para salir cuando estaba a punto de caer una ventisca de nieve. Más aún si era para hacer una visita en mi casa.

 

Volvió a sonar, pero con más insistencia. Quien fuese debía estar congelándose.

 

― ¡Jonás, sal a ver quién demonios es!― vocifero mi padre desde la primera planta. Bufe con desanimo, dejando mi guitarra de lado―. ¡Date prisa muchacho! ¡Siempre tan lento!

 

― ¡Ahí voy!

 

Salí de la habitación apresurado.
El timbre seguía sonando como si no hubiera un fin, causando que mi padre soltara protestas y maldiciones a quien estuviese interrumpiendo sus preciadas horas de descanso. Baje las escaleras de a dos escalones y cuando llegue al salón lo encontré sentado frente a la tele, agitando su mostacho de lado a lado notablemente malhumorado.

 

―Si me buscan no estoy, no pueden respetar una maldita noche nevada. Me importa un carajo si alguna vía se obstáculo de nieve o si hubo un accidente, que esperen a hasta mañana. Diles que estoy mal del estómago, o algo así. Me da igual, date prisa.

 

Elevo el control remoto para cambiar de canal.

 

―Sí, señor.
Cogí mi bufanda del perchero en la pared y la envolví en mi cuello con rapidez. Frote mis manos, y con mi aliento trate de calentar antes de salir, las escondí en los bolsillos de mi suéter. Fuera debía hacer un frio de los demonios.




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