Entre hojas secas y copos de nieve

22: ¿cuál es tu infierno?

Llegar hasta mi habitación fue un suplicio. Durante esos nueve años de abusos una infinidad de veces me sentí desesperado y aterrado, pero ninguna se compararía a la horrible sensación de esa noche, donde diferentes dolores se mezclaban creando la peor combinación de todas, un dolor físico y emocional que iba en aumento con cada segundo. Era como si el universo entero hubiera decidido juntar todas las cosas que me lastimaban en aquel instante, preparando la última su última estocada de desgracias para terminar de echarme abajo. Para que me rindiera de una vez por todas, o para que por fin tomara el valor y no temerle a libertad, e impulsarme hasta ella.

 

No podía pensar con claridad, mi cerebro se encontraba en crisis, colapsando por tantos pensamientos de alerta. Derrumbándose a grandes cachos sobre mis pies, trancándome en el mismo lugar. Paralizándome mentalmente.

 

Ya no caminaba, me arrastraba. La espalda me escocia. Las costillas punzaban. Mis pulmones deseaban rendirse, parecían que estallarían como grandes globos. Y mi corazón luchaba por no ahogarse entre el océano de lágrimas que desbordaba mis ojos. 

 

Me desplome sobre la silla junta a la ventana y un quejido doloroso desgarro mi garganta. Ahí me quede por largos segundos, hecho bolita. Observando con mis ojos de llanto los copos de nieve que caían del otro lado del cristal. Sintiéndome morir lentamente con cada uno de ellos.

El reloj del salón anuncio con su tintinar las diez de la noche, y mire el radio que reposa en el borde inferior de la ventana. 

 

Una nueva oleada de dolor circuló por mi cuerpo cuando estire mi brazo para tomarlo. Estremeciéndome en espasmo me conecte al canal y acerque el aparato en mi boca. Escucharla una última vez era mi deseo.

 

―Boo...― Cada bocanada de aire que entraba a mi cuerpo era como respirar fuego. Un espantoso nudo de pánico permanecía atorando mi garganta, dificultando las palabras―. Boo...

 

Silencio. Apreté mis ojos con fuerza.

 

―Jonás, estoy bien...estoy bien―repitió ahogadamente. El llanto que trataba de controlar me impidió responderle, no me había ignorado―. Estoy bien, lo siento, estoy bien, no te preocupes. Estoy bien...

 

Su voz cargada de desespero me hizo empequeñecer.

 

―Boo...me duele mucho...duele―rompí a llorar, dentro de mi pecho se desataba el más grande de los tifones. La necesitaba conmigo o me hundiría. Necesitaba que viniera a salvarme de nuevo ―. Me duele... Ven, por favor...Boo...

 

―Jonás...―hizo un silencio ―. Deja la ventana de tu cuarto abierta, llego en unos minutos.

 

Y la transmisión se cortó.

 

Con la última reserva de mis fuerzas logre ponerme de pie, y una oleada de dolor me hizo encogerme. Estuve a punto de rendirme y echarme al suelo, pero negándome al pensamiento me obligue a caminar; el par de pasos que bastaron para impulsarme hasta la cama se sintieron como clavar alambre de púas alrededor de mi dorso.

 

Caí inerte sobre las mansas colchas, y las punzadas ardientes que azotaban mis costillas incrementaron su castigo. 

 

La brisa helada y susurrante que entrada por la ventana me conservo despierto. Una voz en mi cabeza me decía que mientras siguiera sintiendo como el frio congelaba mis mejillas, significaría que aún vivía. Y esa misma voz, era quien me alimentaba a continuar resistiendo, me impedía caer al abismo de la inconciencia; ese que tanto me tentaba a lanzarme, con la promesa de mitigar el dolor una vez que tocara el fondo.

 

Los minutos transcurrieron entre respiraciones compasadas y suspiros quejumbrosos.

 

―Jonás...― dijeron mi nombre, pero se sintió distante, como el suave arrullo de un riachuelo al bajar las montañas―. Respóndeme, por favor...

 

Parecía que algo me arrastrara lejos de todo y no podía oponer resistencia.

 

Escuche el deslizar de la ventana al ser cerrada, y no hubo más brisa helada ni susurros, solo pasos que venían de algún lugar remoto.

 

Una mano reposó contra mi frente, fue imposible no reconocer aquel tacto tibio.

 

―Boo...―grazné.

 

―Ya estoy aquí, Pecosin― movió mi cuerpo, y nuevos latigazos de dolor me hicieron gritar.

 

―No me toques...―implore sacudiéndome en espasmo―. Me duele.

 

― ¿Qué te paso? ¿Qué demonios te paso? ―jadeo, y sus manos acunaron mis mejillas. Aprecié como sus dedos las frotaron para darles calor―. Ardes en fiebre, carajo...

 

No oí el resto de las palabras que dijo en voz baja, solo me acurruque cuando la calidez de una manta me envolvió. 

 

―Frio. Tengo frio―con las manos trémulas busque las suyas con desesperó, y al encontrarlas las coloque de regreso sobre mis mejillas ―. Calor.

 

―Aquí estoy, seré tu refugio. Lo seré siempre.

 

[...]

 

Desvarié por largos plazos. Los pensamientos huían; se formaban y se desvanecían. 

 

Voces descocidas aparecieron de la nada, y permanecieron a mí alrededor soltando oraciones que no fui capaz de comprender. Me aturdían, y en los segundos que logre abrir los ojos puntos incandescentes de luz me impidieron conseguirles rostro.

Por un instante las palabras llegaron con claridad.

 

―Es el hijo del sheriff Gálvez... 

 

―Se ha caído por las escaleras...

 

―Tiene una costilla rota...

 

―Presenta hipotermia...

 

Volví al ir y venir confuso en que se encontraba mi mente. Me costaba mantenerme despabilado, tanto, que caía en una oscuridad absoluta. Me rendía ante la inconsciencia deseando un poco de sosiego; olvidando los remordimientos y culpas que me atormentaban cada día por ser un cobarde. 

 

En esos momentos lo único que podía procesar mí cerebro era dolor.




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