Entre jefes nos (des) entendemos

Capítulo 1

—Joder, joder, joder, joderrr —maldecía Larissa, cada vez más alto mientras golpeaba su cabeza contra la revista abierta sobre su escritorio.

Esa era la tercera vez que le pasaba.

Era la tercera jodida vez en lo que iba del año en que recibía una pésima crítica hacia alguna de las colecciones que sacaba y su no tan querido colega en el mercado se encargaba de realizar una con una temática muy similar para demostrarle que él podía hacerlo mejor.

“Eden Robinson supera nuestras expectativas otra vez con su nueva colección de labiales mate galaxia”.

“Eden Robinson nos vuelve a sorprender una vez más con su paleta de sombras metálicas en colaboración con Hasbro”.

Blah, blah, blah.

De solo leer su nombre le daba asco.

Revistas y medios de comunicación especializados en el tema de moda y cosméticos se dedicaban a adularlo y muchos lo declararon como el pionero de la moda del 2017.

Patrañas.

Ambos sabían que eso no era cierto, ese intento fallido de creador de cosméticos no le llegaba ni a los talones a alguien con el talento y el profesionalismo que solo pocos como ella poseían.

<<Ja, pionero de la moda, sí claro. Y yo soy Taylor Swift>>.

Larissa llegó a la conclusión, después de reflexionarlo mucho, de que se trataba de una racha de buena suerte para él y de mala para ella.

Una racha que terminaría en poco tiempo.

Nada más que suerte.

También se planteó que quizá fuese el karma o alguna de esas cosas espirituales medio piradas de las que solía hablar todo el tiempo su amiga Karla, pero de ser así tampoco podía ser tan malo, nunca sobrepasó ninguna línea de la maldad, además, era demasiado bella y encantadora como para cautivar a cualquier fuerza justiciera del más allá y convencerla de que no se merecía tales atrocidades como estar todo el año leyendo que Eden era el pionero de algo.

Inhaló y exhaló aire con profundidad, levantó su cabeza y posó su mirada en Amelie, su asistente personal que traía una expresión nerviosa en el rostro.

Debía calmarse, sí, debía estar tranquila… para contraatacar.

La rubia carraspeó, inquietada.

— ¿Le… traigo un cafecito? —cuestionó, temerosa.

—Sí, Amelie, tráeme un cafecito —aceptó a lo que la muchacha hizo un gesto afirmativo con la cabeza y se retiró de allí para cumplir con el mandato.

Repitió la acción de inspirar aire y con la ayuda de su pie rotó su silla con rueditas hasta quedar frente al gran espejo de cuerpo completo, recostado en la pared rosa con estampado de flores en fucsia.

A Larissa le gustaba personalizar los espacios en los que habitaba y su empresa no era la excepción. Nada de simplezas o cosas comunes, no, no, no, ese lugar era su sueño y su sueño debía estar en armonía con sus gustos, con lo que la representaba y caracterizaba. Ese debía ser un sitio en el que fuera 100% ella misma, siempre lo supo, si iba a hacer las cosas, que fuera a su manera.

Porque su empresa significaba mucho para ella. No era solo una fuente de dinero, era su arte, su vida, era lo que más amaba y siempre deseó en el mundo y no se permitiría ponerse limitaciones a la hora de utilizarla para manifestarse artísticamente, así que, haciendo oídos sordos ante los comentarios negativos de los demás; decoró todo minuciosamente a su antojo, desde el marco de los espejos de todos los baños y el los sillones de la sala de espera.

El edificio constaba de 10 pisos, todos ellos tenían un color y motivo diferente a excepción del Laboratorio de creación, en donde se vio en la obligación de reprimirse un poco más debido a que el cargarlo de tantos adornos y demás entorpecería el trabajo y supondría varios riesgos.

En la planta baja todo era de color azul y violeta en distintos tonos, los ventanales, las cortinas, el pequeño sillón ubicado en una esquina con bordes dorados, el taburete a su lado era lo único que rompía con esa elección de colores y en su lugar era de un blanco tirando a beige.

No simplemente beige, como muchos osaron de corregir a Larissa, era blanco tirando a beige y eso nadie se lo podía discutir, eran sus muebles, ella elegía y sabía cómo llamar a sus respectivos colores.

Y en caso de estar equivocada nadie más podía corregírselo, eran sus muebles y punto.

Esa primera planta era una de sus favoritas además de la que era completamente suya (sí, su oficina ocupaba todo un piso).

Para darle el toque final al equilibrio estaba el uniforme de la encargada de la secretaría, que constaba de una camisa blanca, una chaqueta azul claro tirando a celeste (otra vez, no azul, no azul claro, azul claro tirando a celeste), una falda violeta pastel y unos tacones blancos, además de aquel conjunto para nada discreto, otro requisito obligatorio con el que debía de cumplir era el de llevar su sombra de ojos en tonos marrones y su labial en tonos nude, siempre.

Esa era la primera impresión que cualquier persona de negocios recibiría al entrar a la empresa y debía ser buena, lo cual conllevaba a que la pobre chica que trabajaba como secretaria recibiese día a día (sobre todo cuando recién ingresó a ejercer allí) comentarios disfrazados como casuales siempre que pasaba por ahí, cuando en realidad era consciente de que su jefa tenía puesta la atención en ella.



#11843 en Joven Adulto

En el texto hay: humor, diversion, amor

Editado: 12.07.2018

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