Entre La Lealtad Y El Deseo

Prólogo

La habitación del hospital estaba suspendida en un tiempo detenido, como si el mundo hubiera dejado de girar dentro de esas cuatro paredes. El aire tenía un olor metálico, mezcla de desinfectante y muerte anticipada. Las paredes, pintadas de un blanco casi clínico, reflejaban la luz mortecina del fluorescente que parpadeaba de tanto en tanto, como si dudara en seguir iluminando ese espacio tan lleno de despedidas.

Fuera, el cielo gris amenazaba tormenta. Las nubes, densas y bajas, teñían las ventanas de un azul plomizo, y el sonido lejano del viento golpeando los cristales parecía arrastrar consigo cada segundo que pasaba. Todo era silencio, excepto por el pitido rítmico del monitor cardíaco, una letanía fría y mecánica que parecía marcar la cuenta regresiva de lo inevitable.

Yo estaba allí, al lado de Eleanor Draycott, sentado en una silla de vinilo que crujía con cada mínimo movimiento, como si también se resistiera a ser testigo de su agonía. Sostenía su mano con ambas mías, como si pudiera anclarla a la vida con sólo apretarla un poco más fuerte. Su piel era translúcida, como papel de arroz, tan fría y frágil que daba miedo tocarla.

Durante años la vi cruzar pasillos como una tempestad vestida de seda, dando órdenes con una sola mirada, sin permitirle al mundo hacerla pequeña. Ahora su cuerpo, vencido, apenas parecía ocupar espacio en la cama. Su respiración era un suspiro intermitente, un hilo casi invisible entre la vida y la nada.

—¿Crees que vendrá? —preguntó de pronto, apenas un murmullo, tan leve que tuve que inclinarme hasta casi rozar su rostro para oírla.

Sabía quién era "ella". No hacía falta que dijera su nombre. Avery. Su hija. La ausente.

Volteé hacia la puerta, una losa cerrada y muda como tantas veces lo fue la relación entre ambas. El pasillo del hospital estaba desierto, iluminado por lámparas tenues que proyectaban sombras largas, como si la propia arquitectura supiera que se acercaba el final.

—Avery tiene que llegar. Tal vez se retrasó... pero vendrá —dije, sin demasiada convicción. La esperanza, en ese momento, se sentía más como una mentira piadosa que como una certeza.

Eleanor dibujó una sonrisa casi imperceptible. En otro tiempo habría sido afilada, acompañada por alguna frase sarcástica. Pero esta era una sonrisa mansa, resignada, sin filo.

—Siempre encuentras la manera de justificar al mundo, Caleb. Siempre tan leal... —susurró, con esa voz que se apagaba como una vela al borde del viento.

—No es eso —quise defenderme, pero la voz me salió rota. Lo era. Sí, intentaba justificar a Avery. Porque la alternativa era pensar que Eleanor moriría sin verla. Y no podía soportar esa imagen.

Las agujas del reloj avanzaban sin compasión, arrastrando los minutos como si fueran bloques de granito. Llamé. Escribí. Supliqué. Todo inútil. Incluso el conserje de su edificio en Marylebone me había dicho que llevaba días sin verla.

Eleanor cerró los ojos y contuve la respiración.

—¿Eleanor...? —apreté su mano con más fuerza.

Un segundo. Dos. Su voz regresó como una brisa.

—Estoy aquí...

Sus ojos, aunque apagados, aún guardaban ese brillo que siempre me intimidó. Me miró de una forma tan intensa que sentí que grababa mi rostro en su interior, como si fuera la última fotografía que quería llevarse.

—Caleb... quiero que sepas algo.

Me acerqué más. Su voz era un susurro resquebrajado, como hojas secas rompiéndose entre los dedos.

—Tú cambiaste mi vida. No sé qué habría hecho sin ti.

—No digas eso, Eleanor —empecé, pero ella negó con un leve movimiento de cabeza.

—Déjame terminar —insistió—. Tú fuiste... mi mayor lealtad. Mi mayor alivio. Te debo más de lo que jamás podré devolverte.

No pude hablar. Un nudo inmenso me obstruía la garganta, y la emoción me pesaba en el pecho como una piedra húmeda. Solo asentí, sin palabras, aferrándome a sus dedos con una desesperación infantil, como si pudiera insuflarle vida a través del contacto.

Entonces, Eleanor exhaló. Un aliento largo, profundo, casi sereno. Sus párpados cayeron con suavidad, como un telón que se cierra al final de una obra. Y con ellos, se apagó la última chispa de la mujer que un día sostuvo imperios con su sola voluntad.

—Gracias... —susurró.

Y después, solo silencio.

El pitido agudo del monitor estalló en el aire como un grito que nadie daba. Un sonido continuo, brutal, que cortaba el alma. El fin, no solo de su vida, sino del mundo que ella había moldeado.

No supe cuándo comencé a llorar. Sólo sentí el sabor salado deslizándose por mis labios, y ese vacío frío instalándose en mi pecho, creciendo con cada latido ausente. Ella ya no estaba. Y yo... yo me quedé con el eco de su voz, y el peso inmenso de su legado.

[-ACTUALIDAD-]

—¿Caleb? ¿Estás listo?

La voz grave de Jonathan Pierce se coló en mi mente como un eco lejano, sacándome de ese lugar nebuloso donde los recuerdos de Eleanor aún respiraban. Parpadeé, desorientado, y alcé la mirada. Jonathan estaba frente a mí, con su porte sobrio y su traje oscuro que parecía hecho a medida para el duelo. Sus ojos grises, usualmente impenetrables, tenían un brillo apagado. Compasivo. Humano.

—Sí... estoy listo —respondí, aunque no era del todo cierto. Me incorporé con movimientos lentos, como si el aire alrededor pesara más de lo normal.

El salón donde se velaba a Eleanor estaba sumido en una quietud solemne, interrumpida solo por el leve murmullo de pasos contenidos y susurros respetuosos. Era un lugar amplio, de techos altos y candelabros antiguos que derramaban una luz cálida, como si quisieran suavizar el filo de la ausencia. El ataúd, de madera oscura pulida, reposaba al centro como un ancla en medio de la penumbra. A su alrededor, las flores eran pocas, pero exquisitas: lirios blancos, orquídeas negras... exactas, como todo lo que Eleanor habría aprobado.

Caminé hacia el frente con los hombros tensos, sintiendo las miradas pesar sobre mi espalda. Entre la multitud, reconocí rostros conocidos: ejecutivos, políticos, figuras del poder que alguna vez le estrecharon la mano con sonrisas frías. Y ahí, entre ellos, lo vi a él. William Harrington. Erguido, impoluto, con el mismo aire de superioridad que siempre había llevado como escudo. A su lado, una joven de cabello negro azabache, perfectamente liso, observaba en silencio.




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