[.CALEB.]
El sonido de la llave girando en la cerradura rompió el silencio como una acusación. Un clic metálico, seco, que rebotó en las paredes del apartamento vacío. Empujé la puerta con el hombro, arrastrando los pies como quien carga algo más que el cansancio. Era el peso de la pérdida. De lo no dicho. De lo injusto.
El aire dentro del apartamento estaba inmóvil, como si también se hubiera detenido con la última exhalación de Eleanor. Cerré la puerta tras de mí con un suspiro ronco, y dejé caer las llaves sobre la mesita de entrada con un sonido hueco. Por un momento, solo me quedé ahí, de pie, respirando el eco de su ausencia.
El apartamento... ese lugar que ella me había regalado al graduarme, seguía impecable. Perfecto. Como todo lo que tocaba. Los ventanales aún ofrecían la vista del cielo de Seattle, ahora cubierto de nubes espesas que no sabían si llover o llorar. El sofá negro frente a la chimenea, el diseño elegante, los libros que había prometido leer juntos algún día. Todo seguía ahí. Todo, menos ella.
Me dejé caer en el sofá, sin fuerza ni dignidad, y me hundí en el cuero frío que no ofrecía consuelo alguno. Las lágrimas no pidieron permiso esta vez. Llegaron silenciosas, traicioneras. Primero una. Luego otra. Y cuando el nudo en la garganta estalló, ya no pude detenerlo.
No era solo tristeza. Era algo más áspero, más oscuro.
Era rabia.
Rabia por cómo se fue. Por todo lo que cargó sola. Por cómo la vida —y especialmente su propia hija— la había dejado morir en silencio. Avery Harrington. Ni siquiera apareció. No un mensaje, no una llamada. Nada. La hija por la que Eleanor habría dado todo... ni siquiera cruzó el país para despedirse.
Apreté los puños. El llanto se volvió más violento. ¿Cómo podía alguien tener una madre como Eleanor y simplemente... ignorarla? ¿Alejarse con ese desdén cobarde mientras otra persona—yo—la veía apagarse día a día? ¿Cómo podía ser yo quien sostuviera su mano en el hospital, quien escuchara su voz desvanecerse, mientras su propia sangre la olvidaba?
—¿Por qué no viniste? —murmuré entre dientes, hablando al aire, o quizá a Avery, o al fantasma de Eleanor que ya no podía escucharme.
Ella no me habría dejado atrás. Eleanor jamás se rindió conmigo, ni siquiera cuando yo mismo quise hacerlo. Me enseñó a caminar con la cabeza en alto. Me dio un propósito. Un lugar. Un hogar.
Avery tuvo todo eso desde la cuna... y lo rechazó.
—Lo que yo hubiera dado... por tener una madre como ella.
Las palabras salieron rasgadas, casi irreconocibles. Dolían más de lo que había anticipado. Porque era cierto. Eleanor había sido lo más parecido a una madre que jamás conocí. Y ahora se había ido. Sin que su propia hija le ofreciera siquiera una despedida.
Me incliné hacia adelante, con los codos en las rodillas, hundiendo el rostro entre las manos. El apartamento a mi alrededor era hermoso, sí, pero esta noche parecía tan frío como el mármol de su tumba. Y yo... yo estaba solo.
Solo, y furioso con el mundo que permitió que una mujer como Eleanor muriera sintiéndose olvidada por quien más amaba.
Y de pronto, una promesa se formó, silenciosa, amarga, férrea: si Avery Harrington iba a heredar algo de su madre, entonces tendría que ganárselo. Porque yo no iba a permitir que pisoteara lo que Eleanor construyó. No después de todo lo que ella hizo por mí.
No después de todo lo que yo habría dado... por llamarla "mamá".
[.HACE NUEVE AÑOS.]
Llovía esa tarde. No era una lluvia fuerte, sino de esas persistentes y grises que empapan el alma más que la ropa. El tipo de día en el que uno se pregunta si realmente está yendo hacia algún lado o simplemente flotando, sobreviviendo.
Trabajaba como barista en un café de esquina que olía a humedad tanto como a espresso. No era el peor lugar donde podría haber terminado tras salir del orfanato a los 18, pero tampoco era el sueño de nadie. Los clientes venían y se iban, algunos amables, otros simplemente insoportables. Yo solo intentaba mantener la compostura y no pensar demasiado en todo lo que no tenía.
Y entonces, un día cualquiera, ella entró.
Eleanor Draycott.
No hacía falta que se presentara. Su sola presencia lo gritaba: era alguien acostumbrada a que el mundo se apartara a su paso. Alta, impecable, con un abrigo color ceniza y un bolso que fácilmente costaba más que todos mis turnos de un mes. Caminaba como si la gravedad jugara a su favor. Como si el tiempo se organizara para no molestarla.
Cuando llegó al mostrador, sus ojos se encontraron con los míos. Azules, inquisitivos. Me sostuvo la mirada con una intensidad que me incomodó, como si viera algo en mí que ni yo mismo había descubierto.
—¿Qué me recomienda? —preguntó, con esa voz que sonaba como un veredicto.
—El café negro de la casa. Es fuerte. No decepciona —dije, sin adornos. No tenía energías para fingir entusiasmo ese día.
Ella sonrió levemente, pagó, y se sentó en una mesa junto a la ventana.
Y volvió al día siguiente. Y al otro. Siempre a la misma hora, siempre con la misma bebida, siempre en la misma mesa. A veces escribía en una tableta, otras solo miraba por la ventana, con una melancolía tan digna que me hizo pensar que incluso las personas poderosas cargan cosas que nadie ve.
Al cabo de unas semanas, su presencia ya no me sorprendía. Se había convertido en parte del paisaje, como la luz mortecina que entraba por el ventanal. Pero todo cambió una tarde en la que el mundo pareció pausarse.
Una señora mayor, temblorosa y sola, tropezó al salir. Su bolso cayó, esparciendo papeles y monedas por el suelo. Nadie se movió. Nadie pareció verlo. Pero yo sí.
Sin pensarlo, dejé la barra, crucé entre las mesas y la ayudé a levantarse. Sostenía sus muñecas frágiles con cuidado mientras ella me daba las gracias entre lágrimas. Reuní sus cosas, le ofrecí agua. No era gran cosa. Solo... lo que debía hacerse.
Editado: 26.05.2025