No supe en qué momento me quedé dormido. Solo recuerdo la quemadura amarga del tequila bajando por mi garganta, el zumbido constante en mis oídos y la voz de Eleanor, viva solo en mi cabeza. Luego... nada.
~.~
Desperté con un sobresalto, como si alguien me hubiese arrastrado a la fuerza desde el fondo de un lago. Lo primero que sentí fue el frío. El suelo estaba helado contra mi mejilla. Parpadeé con dificultad. La luz del día se filtraba por las persianas y me atacaba los ojos como cuchillas. Me incorporé lentamente, y fue como si todo el peso del mundo recayera sobre mis sienes. El dolor de cabeza era insoportable, como si algo latiera con furia dentro de mi cráneo.
Algo pegajoso y tibio humedecía mi costado. Bajé la mirada. La botella de tequila yacía volcada, rota tal vez, y había dejado un charco dorado sobre la alfombra. Mi camisa estaba empapada. El olor me golpeó de inmediato: alcohol rancio y derrota.
Traté de incorporarme, pero el estómago se me revolvió con violencia. Me quedé unos segundos sentado en el suelo, mirando fijamente la botella derramada, como si pudiera explicarme cómo había llegado ahí. Pero no podía recordar. ¿Lloré? ¿Hablé en voz alta? ¿Me quedé dormido?
El golpe en la puerta me sobresaltó.
Uno. Dos. Tres. Rítmicos, insistentes. Me puse de pie tambaleándome, sintiendo que el mundo giraba más rápido de lo debido. La boca me sabía a polvo y metal. Di pasos inseguros hasta la puerta, apoyándome en las paredes como si fueran muletas invisibles.
Cuando la abrí, James estaba ahí. Con el ceño fruncido y los brazos cruzados. Su mirada recorrió mi rostro, y supo todo sin necesidad de que yo dijera una palabra.
—¿Estás bien, Caleb? —preguntó, pero no era solo una cortesía. Había verdadera preocupación en su voz, y también algo más profundo... decepción, tal vez.
—Sí... sí, estoy bien —mentí. Pero mi voz estaba áspera y rota, y el temblor en mis manos lo desmentía.
James suspiró. Ese suspiro lo decía todo.
—Te estuve llamando durante media hora. Llevo esperando abajo todo este tiempo —dijo con un tono más severo, pero sin perder la calidez.
La lectura del testamento. El golpe de ese recuerdo me taladró la sien como un puñal helado. Eleanor.
Tragué saliva.
—Dame diez minutos... Necesito una ducha —logré decir. Sonaba hueco incluso para mí.
—Te espero aquí —respondió. Entró sin más, cerrando la puerta tras él.
Caminé hasta el baño como si cada paso doliera. Me quité la ropa empapada, y me metí bajo el agua helada. Fue un puñetazo a los sentidos. Jadeé. El frío ayudaba. Al menos por un segundo, el dolor físico era más fuerte que el emocional. Me lavé el rostro con fuerza, tratando de borrar la sombra de lo que sentía.
Al salir, me miré en el espejo.
El reflejo era el de alguien al borde del precipicio. Ojeras profundas, los ojos enrojecidos, la piel pálida, los labios partidos. Eleanor habría odiado verme así. Y lo peor era que no podía culparla.
Me vestí con el único traje decente que tenía limpio. Negro, sobrio. Me ajusté el nudo de la corbata sin mirar, como si eso pudiera devolverme algo de dignidad.
Cuando regresé a la sala, James estaba de pie frente a la repisa. Sostenía una fotografía en sus manos. Era mi graduación. Harvard. Eleanor y yo, sonriendo. Mi sonrisa era real. La suya también. Ninguno de los dos sabía cuánto tiempo nos quedaba.
—¿Esto fue en tu graduación? —preguntó sin apartar la vista de la imagen.
—Sí... uno de los días más importantes de mi vida —dije, apenas audiblemente. La voz se me quebró.
James me miró. Sus ojos eran distintos ahora. Más blandos. Más dolidos.
—¿Estás seguro de que estás bien?
Y fue como si su pregunta rompiera algo que había estado conteniendo con alambres oxidados.
No. No lo estaba.
No lo había estado desde que le dijeron que el cáncer había ganado. Desde que le vi llorar por Avery sin que nadie supiera. Desde que la escuché hablar de su legado como si ya lo estuviera entregando en partes.
Las lágrimas llegaron sin permiso, lentas al principio, luego en torrentes. Me llevé una mano al rostro, como si pudiera esconderme de él, pero James no dijo nada. Solo se acercó y me abrazó. Fuerte. Sin decir una palabra al principio. Su cuerpo contra el mío era cálido y firme, como si con ese gesto intentara recordarme que todavía había algo sólido en este mundo.
—Está bien llorar, Caleb —murmuró finalmente, su voz baja y quebrada—. Eleanor habría querido que lo hicieras. Pero también querría que siguieras adelante.
Lo abracé de vuelta, con los puños apretados contra su espalda. Por un momento, me permití no ser fuerte.
—No sé si puedo, James —susurré, entre lágrimas.
Él me tomó por los hombros, mirándome directamente.
—Eres el reflejo de lo que ella construyó. Ahora es tu turno de demostrarlo.
Tragué saliva. Asentí con un movimiento débil. Me limpié las lágrimas con la manga del saco. Respiré hondo.
Y entonces, sin mirar atrás, tomé el poco orgullo que aún me quedaba.
—Vamos. El abogado nos espera.
James abrió la puerta, y yo lo seguí, saliendo al mundo con el corazón en ruinas, pero con una promesa callada latiendo en el pecho.
Eleanor, intentaré hacerlo bien. Aunque no sepa cómo. Aunque duela.
[...]
El auto se detuvo suavemente frente al edificio en 1900 5th Ave. Desde la ventanilla trasera, observé cómo la fachada de cristal y acero se erguía como un coloso moderno, reflejando un cielo plomizo que parecía compartir el mismo duelo que yo. El lugar no había cambiado. La arquitectura seguía siendo impecable, intimidante... como si aún esperara verla cruzar esas puertas con su andar decidido y su mirada de fuego.
James me miró por el retrovisor. No dijo nada al principio. No necesitaba hacerlo. Su mirada, serena pero alerta, bastaba. Le devolví un leve asentimiento.
Editado: 26.05.2025