Entre La Lealtad Y El Deseo

3.- Cartas y palabras

El silencio en la oficina de Eleanor era distinto a cualquier otro. No era vacío... era denso. Casi podía sentirlo pegándose a la piel, como una niebla espesa hecha de recuerdos. Cerré la puerta tras de mí, permitiendo que el eco de la cerradura reverberara suavemente entre las paredes de cristal y madera pulida. Las luces tenues proyectaban sombras largas sobre la alfombra beige, y el aroma a cuero envejecido, mezclado con el suave perfume que Eleanor solía usar, aún impregnaba el aire como un susurro persistente de su presencia.

Me dirigí al rincón donde estaba mi escritorio, un espacio que Eleanor había exigido que se instalara justo ahí cuando la enfermedad comenzó a arrebatarle fuerzas de formas crueles. Al principio me resistí, ofreciéndole un sistema de videollamadas, una línea directa... pero ella lo había dejado claro: "Te necesito cerca, Caleb. Aquí, a un paso. No a una llamada de distancia."

Me senté en la silla y abrí el primer cajón. Mis dedos encontraron enseguida la carpeta azul oscuro, simple, sin etiquetas, sin marcas visibles. La había guardado ahí con cuidado, tal como me pidió. En su interior estaban los documentos que me encargó proteger hasta que llegara el momento de la lectura de su testamento. Era confidencial. Vital. Suyo. Y ahora, mío... al menos por el momento.

Pasé la yema de los dedos sobre la tapa antes de abrirla, como si necesitara ese gesto para anclarme, para resistirme a la emoción que amenazaba con hacerme temblar. Dentro había contratos, instrucciones detalladas, documentos notariales. Todo perfectamente organizado, como ella lo hubiera hecho.

Entonces, sin aviso, la puerta se abrió.

Me tensé. Reconocí el sonido de sus pasos antes de girarme. Tacones sobre el mármol, seguros, algo arrogantes. Me levanté con calma, sin decir palabra. Cuando me volví, ahí estaba ella: Avery Harrington. La hija de Eleanor. Vestida de negro, con el rostro imperturbable y esos ojos color miel que no reflejaban ni una sombra de dolor.

Ahora que la tenía a menos de dos metros, no podía evitar pensarlo: no se parece en nada a su madre. Ni en los gestos, ni en la postura, ni en la forma en la que miraba la habitación como si no perteneciera a ella, ni quisiera pertenecer. Eleanor llenaba este espacio con su sola presencia. Avery, en cambio, parecía analizarlo como si estuviera en una galería de arte que no comprendía.

Sus ojos recorrieron lentamente la oficina. Se detuvieron primero en el escritorio principal —el de Eleanor—, luego giraron hacia el mío.

—¿Ese era tu lugar de trabajo? —preguntó finalmente, ladeando un poco el rostro. Su tono era curioso, pero no cálido.

Asentí con calma, sin apartar la vista de ella.

—Sí —contesté, seco—. Aunque tengo mi propia oficina, del otro lado de los cubículos. Pero con el tiempo, Eleanor pidió que estuviera aquí.

Sus cejas se arquearon con cierta incredulidad.

—¿Aquí? ¿En la misma oficina? ¿Por qué?

Volví a sentarme, acomodando los documentos dentro de la carpeta con precisión meticulosa, dándome un momento para responder.

—Porque su enfermedad avanzaba —expliqué, sin adornos—. El cáncer le quitó fuerzas incluso para sostener un bolígrafo o un vaso de agua. Necesitaba que alguien estuviera cerca. Y ese alguien fui yo.

Vi cómo su expresión cambiaba apenas un milímetro. No dijo nada por varios segundos. Sólo bajó la mirada un instante, como si ese detalle hubiera hecho grietas en una armadura que no estaba del todo consolidada.

—Entiendo... —musitó, más para sí misma que para mí.

Guardé la carpeta en un portafolios de cuero negro, cerré el broche y me levanté nuevamente.

—¿Dónde será la lectura del testamento? —preguntó de pronto, alzando la vista hacia mí.

Ahí está, pensé. La verdadera razón de su visita. No vino por nostalgia. No vino por respeto. Solo quiere saber qué le dejó su madre. Cuánto vale su herencia. Cuántos ceros tendrá su nueva cuenta bancaria.

No pude evitar sentir cómo algo dentro de mí se enfriaba. Respondí con un tono aún más neutro, distante.

—En la sala de juntas —solté, como si enumerara una dirección cualquiera.

—¿Podrías llevarme? —preguntó, con una voz suave, pero sin titubeos.

Asentí brevemente, sin sonreír.

—Dame unos minutos —le indiqué, tomando el portafolios—. Necesito organizar unos documentos que Jonathan, el abogado de tu madre, me pedirá durante la lectura.

—Está bien —replicó, sin más.

No hubo palabras adicionales. Ella simplemente se quedó de pie, observando el espacio como si intentara encontrar algo que le resultara familiar... sin éxito. Yo me concentré en revisar que todo estuviera en orden dentro del portafolios. Las manos me temblaban apenas, pero logré mantenerlas firmes. Respiré hondo antes de cerrar la cremallera.

Me levanté, sin mirarla directamente.

—Listo —murmuré.

Salí primero de la oficina. No esperé a ver si me seguía, aunque oí el eco de sus pasos detrás de mí.

Caminé con paso firme por los pasillos de Draycott Corp, esos que había recorrido durante años junto a Eleanor, planificando juntas, crisis, lanzamientos... momentos que ahora parecían de otra vida. Podía sentir las miradas sobre nosotros. Empleados deteniéndose sutilmente a observar a la joven que me seguía. Murmullos contenidos. ¿Será ella? ¿La hija?

No podía culparlos. A fin de cuentas, Eleanor era un ícono. Y su hija... era un enigma con tacones caros y mirada de turista.

No le hablé en todo el trayecto. Ella tampoco lo hizo.

Y, de algún modo, ese silencio me pareció aún más elocuente que cualquier palabra.

[...]

Cuando llegamos a las puertas dobles de madera tallada, tan imponentes como la última palabra de Eleanor en cualquier reunión, me detuve. Sentí la tensión apretarse en mis hombros como si el aire alrededor se hubiese vuelto más denso. Me giré hacia Avery, que me seguía en silencio.




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