Entre La Lealtad Y El Deseo

4.- Un poco de esperanza

Tomé el sobre como si estuviera recogiendo una bomba sin detonar. No por el peso físico —era apenas un trozo de papel—, sino por lo que representaba. Mis dedos se cerraron sobre él con una mezcla de temor y reverencia. El borde del papel rozó la yema de mi pulgar, y sentí un escalofrío recorrerme el brazo, como si la tinta que contenía aún estuviera tibia con la voz de Eleanor.

El aroma del sobre era inconfundible. Olía a su oficina: una mezcla de tinta de pluma estilográfica, cuero envejecido y ese suave perfume floral que nunca supe identificar del todo, pero que había aprendido a asociar con autoridad, calidez y control. Cerré los ojos un instante, intentando contener el miedo que trepaba por mi pecho, apretando la garganta como un puño. Sabía que dentro de ese sobre estaba algo que podía cambiarlo todo. Y lo hizo.

Rompí el sello con lentitud. Mis manos temblaban apenas, lo justo para que el crujido del papel pareciera más fuerte de lo que era. Desplegué la hoja y reconocí su letra de inmediato. Cada trazo curvo, cada ángulo firme… había leído tantas veces sus anotaciones a lo largo de los años que podía escucharla en mi cabeza. La voz de Eleanor. Firme. Elegante. A veces mordaz. Pero siempre auténtica.

Respiré hondo. La habitación parecía haberse quedado en silencio absoluto, como si incluso el mundo supiera que debía hacer una pausa mientras yo leía la última voz de una mujer que me había cambiado la vida.

Comencé a leer.

~.~

Querido Caleb,

He reescrito esta carta tantas veces que ya no recuerdo cuál fue la primera versión. Tal vez porque ninguna palabra me parece suficiente. Tal vez porque decir adiós nunca fue algo que supe hacer bien. Tú lo sabes mejor que nadie. Yo era la mujer de los silencios, de los gestos contenidos, de las órdenes breves y las emociones bajo llave. Pero tú… tú siempre miraste más allá. Siempre supiste leerme incluso cuando no decía nada.

No sé cómo explicarte lo que fuiste para mí sin que suene como una despedida final. Pero lo es. Y eso me desgarra.

Desde aquel primer día —tú, temblando con ese maletín barato, los zapatos polvosos y una sonrisa que intentaba ocultar el miedo—, algo en mí despertó. No fue lástima. Fue reconocimiento. Porque en tus ojos vi una versión joven de mí: hambrienta, agotada, determinada. Pero tú traías algo más. Traías ternura. Lealtad. Fe en cosas que yo ya había dado por muertas.

Con el paso de los años, pasaste de ser mi asistente a ser mi refugio. Mi pausa en medio del caos. El único ser humano que no me pedía nada a cambio de todo lo que daba. Estuviste cuando nadie más estuvo. Me viste quebrarme y no huiste. Me viste fallar y no me juzgaste. Me viste enfermar… y aun así te quedaste. Con ese mismo rostro sereno y esos ojos grises que siempre me devolvían la calma.

Por eso, Caleb, quiero darte algo que ni el testamento ni los abogados pueden explicar con justicia. Te dejo el 35% de Draycott Corp. No como un gesto simbólico. No como una herencia más. Te lo dejo porque es tuyo. Porque lo construiste conmigo. Porque vi tus manos —literal y metafóricamente— sostener esta empresa cuando yo ya no podía más. Porque la defendiste con el pecho abierto, incluso cuando nadie te miraba. Incluso cuando yo misma dudaba.

Y junto a eso, he transferido a tu nombre una cuenta con cinco millones de dólares. No porque crea que eso compensa los años que diste. No porque el dinero tenga algún valor en este momento. Sino porque quiero que tengas libertad. Libertad real. Para decidir tu futuro, para viajar, para amar, para equivocarte sin miedo. Has vivido demasiado tiempo en mi sombra, Caleb. Y aunque esa sombra siempre intentó protegerte, también sé que te apagó en ciertos momentos. Es hora de que brilles por ti mismo.

Pero… antes de irme, tengo un último favor que pedirte. Uno que me cuesta escribir, porque sé que no es justo pedirlo. Pero aún así lo hago.

Cuida de Avery. Solo tres meses. No como niñera. No como tutor. Sino como un faro. Ella está tan rota como yo lo estuve alguna vez. Y aunque su rabia te hiera, aunque su indiferencia te enfríe, por favor, no la sueltes. Ella no odia este lugar: odia lo que cree que le quitó. Y tú… tú puedes enseñarle que Draycott no fue una cárcel, sino una causa. Una promesa.

Si ella no toma su lugar, su 35% se irá a manos de quienes jamás entenderán lo que significa esta empresa. La despedazarán sin pestañear. Y eso, Caleb, sería como volver a morirme. Una y otra vez.

No estás obligado. Pero te pido que lo hagas por amor. Al legado. A mí. A ti mismo.

Gracias. Por cada madrugada. Por cada gesto silencioso. Por nunca dejarme sola, incluso cuando lo merecía.

Te amo, Caleb. Con esa clase de amor que no necesita sangre para ser familia. Con ese amor profundo, imperfecto, feroz, que solo se siente una vez en la vida. Tú fuiste mi mayor bendición. Mi hogar inesperado.

Y si hay algo después de esto… te estaré cuidando desde ahí.

Con todo lo que fui,
Eleanor.

~.~

Las palabras me golpearon con fuerza. No como una bofetada. No como un disparo. Sino como el lento hundimiento de una aguja en la piel: profundo, inevitable, insoportablemente íntimo. Tragué saliva con dificultad. Podía sentir las lágrimas presionando detrás de mis ojos, ardiendo como si cada una llevara la firma de Eleanor grabada en la sal.

Pero no iba a llorar. No frente a ellos.

Respiré hondo, cerré los ojos un segundo, y volví a doblar la carta con un cuidado casi ritual. La coloqué sobre la mesa, sin mirar a Jonathan ni a Melissa.

—¿Este… era su último deseo? —musité, con la voz quebrada pero no rota. La contuve. La sujeté como si pudiera desarmarse si le daba demasiada libertad.

Jonathan asintió con solemnidad. Sus ojos, grises como el acero templado, parecían suavizados por algo que rara vez mostraba: respeto absoluto.




Reportar




Uso de Cookies
Con el fin de proporcionar una mejor experiencia de usuario, recopilamos y utilizamos cookies. Si continúa navegando por nuestro sitio web, acepta la recopilación y el uso de cookies.