Entre La Lealtad Y El Deseo

7.- Tres malditos meses

Avery caminaba al lado de Samirah, siguiendo cada palabra que le explicaba con esa mezcla de atención calculada y reserva que ya le había notado. Me mantuve a unos pasos detrás de ellas, observando los muros de concreto pulido, el mobiliario de líneas modernas, los paneles de control domótico que se integraban al diseño como si fueran arte. Samirah hablaba con fluidez sobre la automatización de luces, la eficiencia energética, los cristales térmicos y los materiales antibacterianos en los baños. Hizo un comentario particularmente orgulloso sobre una habitación del pánico escondida tras lo que parecía ser una pared normal del estudio. Todo era de última generación. Eleanor no había escatimado en convertir ese lugar en un refugio seguro, casi como si hubiera previsto cada contingencia antes de marcharse.

Me detuve cerca del gran ventanal que daba hacia la bahía. La vista era simplemente impresionante: el cielo teñido de tonos anaranjados y azul pizarra mientras el sol descendía sobre las aguas tranquilas de Seattle. Desde ahí podía ver a Avery de perfil, de pie frente a la cocina de concepto abierto. Su cabello negro azabache caía en una cascada perfecta sobre sus hombros. Escuchaba a Samirah con una concentración casi rígida, los labios apenas entreabiertos como si tomara nota mental de cada dato.

Y sin embargo… cada cierto intervalo, ella giraba sutilmente la cabeza, solo un poco, lo justo para lanzarme una mirada rápida. Tan fugaz que cualquiera la habría pasado por alto. Pero yo no. La noté. Cada vez. Era como si quisiera asegurarse de que aún estaba ahí, como si mi presencia, por alguna razón que no comprendía del todo, le ofreciera una suerte de ancla silenciosa.

No la culpaba. Este día había sido una especie de tormenta emocional comprimida en apenas unas horas: la lectura del testamento, su llegada inesperada a la ciudad, la revelación de que Eleanor le había dejado no solo un imperio, sino también una responsabilidad monumental. Y en medio de todo eso… yo. Caleb Winslow. El asistente de su madre. Un rostro conocido en un mundo que ella claramente no sentía como suyo.

—¿Qué opinas? —lanzó de pronto su voz, firme, sin girarse hacia mí.

Parpadeé. La pregunta me tomó por sorpresa. Hasta ese momento había asumido el rol del espectador silencioso. Me apoyé contra el marco de la puerta del pasillo y crucé los brazos con calma, tratando de ocultar la repentina chispa de desconcierto que me recorrió.

—¿Sobre el departamento? —repliqué, buscando precisión… o tal vez solo un poco más de tiempo.

Ella se giró entonces. No con brusquedad, sino con esa clase de elegancia seca que parecía inherente a todo lo que hacía. Su rostro no mostraba una emoción evidente, pero sus ojos color miel, cambiantes con la luz, brillaban con una especie de interés medido.

—Sí —confirmó, con voz neutral, casi inquisitiva—. ¿Qué te parece?

Inspiré hondo, dejando que la respuesta se formara antes de pronunciarla. No solo debía ser honesto, sino también transmitir algo que pareciera firme. Ella me había hecho una pregunta directa, una de esas que venían cargadas con más significado del que parecía.

—Me parece una excelente elección —opiné con voz serena—. El edificio está en una de las zonas más seguras de Seattle. Tiene vigilancia inteligente las veinticuatro horas, acceso restringido por reconocimiento facial y un sistema de respaldo eléctrico alimentado por energía solar. Todo desarrollado por Draycott Corp. Eleanor no invertía en nada que no fuera eficiente, seguro y… sostenible. Este lugar lo representa a la perfección.

Ella me observó un segundo más de lo necesario. Asintió, despacio, como si cada palabra que le había dicho necesitara encontrar un lugar dentro de su cabeza. Entonces alcé la voz de nuevo.

—Si decides quedarte aquí, puedo ocuparme personalmente de lo que necesites para que te sientas cómoda. Desde coordinar al personal de limpieza hasta pedir que te asignen un equipo doméstico discreto: compras, lavandería, mantenimiento... cualquier cosa. —Hice una breve pausa—. Además, puedes cambiar el código del departamento para que te sientas mas segura, y vivo a unas diez calles de aquí. Si en algún momento surge algo, puedo llegar en pocos minutos.

Por primera vez desde que habíamos entrado al departamento, vi que sus labios se curvaban en una leve sonrisa. No fue amplia ni repentina. Fue pequeña, casi imperceptible, pero sincera. Esa clase de sonrisa que aparece cuando alguien escucha algo que no esperaba, pero le agrada.

—Gracias, Caleb —pronunció con suavidad, sin impostar cortesía—. Eso significa mucho más de lo que crees.

Incliné ligeramente la cabeza en señal de respeto.

—Es mi trabajo —murmuré, aunque en el fondo sabía que no era del todo cierto. No se trataba solo de una obligación. Eleanor me había encomendado proteger su legado. Y en cierto modo, ella también formaba parte de él.

Samirah, que hasta ese momento había permanecido a un costado manipulando su tableta con eficiencia, alzó la vista y se sumó a la conversación.

—Perfecto. Entonces confirmo que esta suite será tuya, Avery. No necesitas firmar nada. La propiedad es parte del fideicomiso, así que solo avisaré a dirección que esta será tu residencia permanente.

—De acuerdo —consintió Avery con voz más relajada. Luego sus ojos se deslizaron fugazmente hacia el ascensor—. Pero… Caleb tiene razón. No estaría mal cambiar el código. Me haría sentir más segura.

—Podemos hacerlo de inmediato —concedió Samirah, cerrando la cubierta de su tableta y deslizándola en su bolso de piel gris. Su eficiencia era admirable, pero jamás resultaba invasiva.

Avery me dirigió una última mirada antes de seguir a Samirah. Fue apenas un segundo, pero hubo algo distinto en esa forma de mirarme: una especie de reconocimiento, como si me hubiera otorgado una confianza que ni siquiera entendía por qué me pertenecía.

Y entonces se marcharon.




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