Era una mañana de Domingo de Resurrección en mi natal Sáchica. El reloj ya marcaba las ocho y yo apenas me estaba levantando, todo despelucado, con los ojos hinchados del sueño. El lechero había pasado hacía rato; eso se notaba en el silencio del barrio, porque cuando él iba por la calle siempre se escuchaba su silbido alegre, acompañado del choque metálico de los tarros. Para ese momento, seguro ya iba cuatro o cinco cuadras arriba, casi que dejando atrás la vereda.
Mi abuela, con ese tonito de general en jefe, me dijo que fuera ya mismo por la leche, que si no, no había desayuno. Yo cogí la olleta de aluminio y salí refunfuñando, porque de verdad no quería ir. Apenas crucé la puerta, escuché a mi abuela gritarme desde la cocina:
—¡No me refunfuñe, mijo, que eso bloquea la bendición!
En ese entonces, con mis diez años recién cumplidos, lo tomé como otra cantaleta más, pero esas palabras hoy me persiguen como un presagio.
Caminaba arrastrando los pies, pateando piedritas, golpeando la olleta contra las rejas y los troncos, solo para sacar la rabia. El aire estaba frío, como si el pueblo se hubiera quedado dormido. Tres cuadras adelante ya me sentía cerca del lechero, o eso pensaba, cuando algo me heló la espalda.
No fue un ruido. No fue un ladrido. Fue esa sensación que se mete en la piel, como si unos ojos invisibles te clavaran la mirada desde la oscuridad. Me di la vuelta, y ahí estaba.
Me di vuelta, y ahí lo vi: un perro negro, enorme, con los ojos rojos, casi del color de un rubí recién pulido.
No estaba tan cerca como para atacarme, pero tampoco tan lejos como para ignorarlo. Estaba justo a la distancia perfecta para meter miedo.
El corazón me empezó a latir duro, como tambor de comparsa. Intenté caminar más rápido. El problema era que, aunque yo apuraba el paso, el perro parecía acercarse sin moverse. No corría, no trotaba, ni siquiera jadeaba. Solo estaba ahí, cada vez más cerca, como si el aire mismo lo empujara hacia mí.
Di la vuelta por una esquina, con la esperanza de despistarlo. Me pegué contra la pared y asomé apenas la cabeza… y nada. El perro había desaparecido. Sentí un alivio tan grande que hasta solté una risa nerviosa, pensando que era pura sugestión.
Pero entonces lo sentí. Un resoplido caliente, húmedo, en la nuca.
Me giré de golpe y lo que vi me dejó helado: el mismo perro, pero mucho más alto. Tanto, que me sacaba casi una cabeza de ventaja. Sus ojos ardían como carbones encendidos, y su hocico espumaba como el de un animal rabioso.
Quise gritar, pero no me salió la voz. Después de eso… nada. Todo quedó en blanco.
(...)
Abrí los ojos al día siguiente, en el hospital de Villa de Leyva. El olor a desinfectante me revolvía el estómago. A mi lado estaban mis abuelos y un par de tíos, con cara de haber llorado y rezado toda la noche.
Me contaron que un amigo de mi abuelo me había encontrado inconsciente en una calle muy alejada de la casa, una que casi nadie usaba porque quedaba cerca de la quebrada y, según la gente del pueblo, era territorio de una santera que practicaba brujería.
Lo peor no fue eso. Me dijeron que tenía el brazo izquierdo ensangrentado, como si me hubiera mordido un animal salvaje. Cuando me levanté la manga, vi la herida: dos hileras de dientes marcadas en la piel, profundas, como si un perro furioso me hubiera clavado la quijada.
Pensé que sanaría con el tiempo. Pero aquí estoy, casi veinte años después, y la cicatriz sigue igual. Roja. Abierta. Como si no quisiera cerrar nunca. A veces late, como si tuviera vida propia.
Y lo peor no fue eso. Lo peor es que… nunca se fue.
Cada Domingo de Resurrección lo veo. Siempre. No importa dónde esté. En la calle del pueblo, en el reflejo de un ventanal, entre los árboles cuando voy de viaje. Siempre aparece. El mismo pelaje negro, profundo como la noche. Los ojos rojos, encendidos como carbones. El hocico lleno de espuma. Y esa mirada… esa mirada que se mete en mis sueños y me arranca el aire de los pulmones.
He tratado de esconderme. Me he ido de Sáchica esos días. Me encierro, rezo, prendo velas. Pero él siempre encuentra el camino.
Porque ese perro… no es un perro.
Ese animal es otra cosa.
Algo que me marcó desde niño.
Y aunque han pasado los años, yo lo sé. Lo siento.
Ese día va a llegar.
Ese perro tarde o temprano vendrá a buscar lo que dejó pendiente.
De hecho… este año ya lo siento distinto. Desde hace días ronda más cerca. El viernes pasado lo vi reflejado en un charco, aunque no había nadie detrás de mí. Anoche lo escuché gruñir afuera de mi ventana. Y hoy… hoy es Domingo de Resurrección otra vez.
Si mañana alguien encuentra este cuaderno, si alguien llega a leer estas palabras, sepan que yo no estoy loco. Él existe. Y si no me ven en la misa de las diez, si no regreso a casa de mi abuela… búsquenme en las calles solitarias, porque él va a estar allí.
El perro negro.
El de los ojos rojos.
El que nunca me dejó en paz.
El que viene, al fin, por mí.
...esperen un momento...
...acabo de escuchar pasos en el corredor...
...no hay nadie en casa...
...es él... está aqu—
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Editado: 24.08.2025