Primeros cruces
A la mañana siguiente, Daniel decidió explorar el pueblo. Pensaba que antes de ver a los agentes inmobiliarios, debía familiarizarse con el terreno para calcular el valor de la propiedad. Después de todo, los negocios debían hacerse bien, aunque tuviera cierto desdén hacia aquel lugar. Así que se dirigió al centro, donde recordaba que había un pequeño mercado local. Se estacionó en la plaza y observó las tiendas que aún conservaban esa esencia rústica, lejos del bullicio y modernidad de la ciudad.
El mercado local estaba en su apogeo, lleno de gente del pueblo y algunos forasteros que pasaban buscando frutas frescas, verduras, y otros productos locales. Entre los puestos, el aroma a pan recién horneado y especias flotaba en el aire, mezclado con las voces de los vendedores y el sonido de las conversaciones.
Daniel se acercó al primer puesto que llamó su atención, donde una joven, de cabello castaño y mirada vivaz, acomodaba una caja de manzanas. Isabel estaba ocupada atendiendo a una anciana, ofreciéndole consejos sobre las mejores hierbas para hacer infusiones. Su voz era amable, y los clientes parecían confiar en ella con naturalidad. Isabel no había notado la presencia de Daniel, quien esperaba pacientemente detrás de la señora.
Finalmente, cuando Isabel levantó la vista y lo vio, su expresión cambió. Daniel, con su camisa impecable y su aire urbano, parecía fuera de lugar en el bullicio de aquel mercado. Isabel lo observó con curiosidad y una pizca de desconfianza. Para ella, Daniel era un forastero más que buscaba llevarse algo del pueblo, sin comprender realmente su valor.
—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó Isabel, con tono neutral, mientras evaluaba a Daniel.
—Solo estaba mirando, gracias —respondió él, echando una mirada a las frutas con aparente desinterés.
Isabel arqueó una ceja, notando la frialdad en su voz. Le resultaba familiar ese tipo de actitud; cada tanto aparecían personas que miraban el pueblo por encima del hombro, sin valorar la vida rural y creyéndose superiores por venir de la ciudad. Isabel sabía bien que aquellos que subestimaban su tierra y el trabajo de su gente no duraban mucho allí.
—¿Estás seguro? —insistió ella, tratando de mantener la cortesía, pero sin disimular del todo su escepticismo—. Las manzanas están frescas, y nuestras verduras son las mejores en kilómetros a la redonda.
—Lo dudo —murmuró Daniel, casi sin pensarlo, y luego notó la expresión de Isabel. Por alguna razón, su tono la había ofendido.
—¿Perdona? —respondió ella, cruzando los brazos. Su voz ahora mostraba un tono de desafío—. No sé de dónde vengas, pero aquí sabemos apreciar el esfuerzo y el trabajo que hay detrás de cada producto.
Daniel sintió el reproche en su voz y, en lugar de sentirse incómodo, encontró la situación entretenida. No estaba acostumbrado a que lo confrontaran así, y le resultaba curioso que aquella joven se molestara por algo que él había dicho sin pensar.
—No quise ofenderte —respondió él, aunque sin una disculpa real—. Solo digo que estoy acostumbrado a otros estándares.
Isabel dejó escapar una risa irónica. —¿Otros estándares? Ya veo. Entonces, ¿qué haces en un mercado campesino si no estás interesado en lo que tenemos aquí?
Daniel, incómodo y sorprendido por la pregunta, no encontró una respuesta rápida. Algo en la sinceridad de Isabel lo descolocaba, como si ella pudiera ver a través de la fachada que intentaba mantener.
—Bueno… estoy aquí temporalmente. Vine a ver la propiedad de mi abuelo. Ahora me pertenece —dijo finalmente, sin darse cuenta de cómo sonaba aquello en los oídos de Isabel.
Isabel, quien conocía al abuelo de Daniel y respetaba su amor por la tierra, sintió una oleada de indignación. Sabía bien quién era ese hombre que ahora la miraba con indiferencia: un forastero que, seguramente, planeaba vender la propiedad sin entender su valor sentimental.
—¿Tu abuelo? —repitió Isabel con incredulidad—. Así que tú eres el nieto de don Alfonso. ¿Vienes para vender la propiedad, imagino?
Daniel, desconcertado por el tono directo de Isabel, asintió con un leve encogimiento de hombros. —Supongo que es lo mejor. No tengo planes de quedarme. No tengo razones para hacerlo.
La respuesta fría de Daniel pareció sellar la tensión entre ellos. Isabel sintió una tristeza por el abuelo de Daniel, quien había amado ese lugar hasta el final, y ahora su nieto hablaba de venderlo como si fuera una simple transacción.
—Es una lástima —dijo ella finalmente, con un suspiro, mientras volvía a acomodar sus productos—. Quizá deberías intentar entender lo que este lugar significa para la gente antes de tomar una decisión. No todo se puede valorar con dinero.
Daniel sintió el peso de aquellas palabras, pero no respondió. En lugar de eso, le lanzó una última mirada a Isabel y se alejó del puesto. La tensión entre ambos era evidente, y el orgullo de Daniel lo empujó a alejarse sin intentar hacer las paces.
Mientras se alejaba del mercado, Daniel pensó en las palabras de Isabel, y aunque no quería admitirlo, una pequeña parte de él se preguntaba si, en algún nivel, tenía razón.
Editado: 14.11.2024