Un día en la granja
El despertador sonó a las 4:30 de la mañana. Daniel, medio dormido, lo apagó de un manotazo y se acurrucó nuevamente en las mantas, intentando evadir la fría realidad de la madrugada. Sin embargo, tras un par de segundos, recordó la promesa que había hecho el día anterior. Había aceptado aquella absurda apuesta, y, aunque dudaba de que tuviera algún impacto en su decisión final, su orgullo no le permitía dar marcha atrás.
Se levantó con resignación, se puso una camiseta y unos jeans cómodos, y salió al amanecer, aún medio dormido. El aire fresco de la mañana le erizó la piel y le hizo desear con todas sus fuerzas un café, pero no había tiempo para lujos; Isabel lo esperaba.
Cuando llegó a la granja, la luz del amanecer apenas empezaba a iluminar el paisaje. Isabel ya estaba allí, con un sombrero de ala ancha y las manos ocupadas organizando cestas de herramientas. Al verlo, una sonrisa se asomó en su rostro; parecía entretenida con el evidente mal humor y el sueño que se le notaban a Daniel.
—Vaya, pensé que no vendrías —comentó con una pizca de sarcasmo.
—Bueno, aquí estoy. Aunque todavía me cuesta creer que alguien en su sano juicio se levante a esta hora por gusto —respondió él, frotándose los ojos.
Isabel rió suavemente y le pasó una pala. —Esto es solo el comienzo. Hoy vamos a empezar con algo básico: arar la tierra y recoger algunas verduras. Si vamos a mantener esta granja, necesitas entender el esfuerzo que conlleva.
Daniel miró la pala con expresión incrédula. En su vida había trabajado físicamente de esa manera, y la idea de pasar horas arando tierra no le resultaba nada atractiva. Pero, de nuevo, estaba decidido a cumplir con su parte de la apuesta, así que tomó la pala con firmeza y siguió a Isabel hacia un terreno cercano.
—¿Dónde aprendiste a hacer todo esto? —preguntó Daniel mientras la veía con respeto. Isabel parecía moverse con facilidad y destreza por la granja, como si cada rincón de aquel lugar fuera una extensión de ella misma.
—Aquí mismo, en esta tierra —respondió ella, con orgullo—. He trabajado aquí desde que era niña. Mis padres son agricultores, y para ellos el campo es una forma de vida, no solo un trabajo. Aprendí todo lo que sé viéndolos. Y aunque a veces es agotador, no lo cambiaría por nada.
Daniel observó a Isabel mientras hablaba; había una pasión genuina en sus palabras, un amor profundo por la vida rural que él no comprendía del todo. Sin embargo, algo en su dedicación despertaba una curiosidad inesperada en él.
Tras unas horas de trabajo bajo el sol naciente, Daniel ya podía sentir el peso del cansancio en sus brazos y espalda. Isabel, sin embargo, se movía con la misma energía del principio, supervisando cada tarea, dándole instrucciones y asegurándose de que entendiera lo que estaba haciendo.
—Estás arando en la dirección equivocada —comentó ella, mirándolo con una mezcla de diversión y exasperación.
Daniel suspiró, ajustando su agarre en la pala. —¿Y qué más da? ¿No se trata solo de remover la tierra?
—No, no es así de simple. Si no lo haces correctamente, la tierra no estará lista para las semillas y el trabajo no valdrá la pena —explicó Isabel, acercándose para mostrarle cómo hacerlo—. Mira, necesitas inclinar la pala de esta manera y moverte en línea recta. ¿Ves?
Él asintió y trató de imitar sus movimientos, aunque con torpeza. Isabel sonrió, sin burlarse, pero claramente divertida por su esfuerzo.
—Es sorprendente —dijo ella finalmente—. Tu abuelo habría hecho esto con los ojos cerrados.
La mención de su abuelo hizo que Daniel se detuviera. En el poco tiempo que llevaba allí, había evitado pensar demasiado en el hombre que había sido su abuelo. Para él, siempre había sido una figura lejana, alguien reservado y callado que nunca buscó gran cercanía con él. Sin embargo, ahora que estaba allí, en su tierra, no podía evitar preguntarse por qué su abuelo había elegido pasar su vida en un lugar así, trabajando de sol a sol, mientras él buscaba cualquier excusa para alejarse.
—¿Cómo era él? —preguntó Daniel, en un tono más suave, casi sin mirarla.
Isabel se detuvo y lo miró con sorpresa; no esperaba que él le preguntara eso. Tras un instante, asintió y dijo: —Tu abuelo era una buena persona. Amaba este lugar como a nada en el mundo. Siempre decía que la tierra que cuidamos nos cuida a nosotros. Era terco, pero tenía un corazón generoso.
Daniel sintió una punzada de culpa; en los últimos años, había evitado cualquier relación con su abuelo, y ahora, de algún modo, lamentaba no haberle conocido mejor.
Pasaron el resto de la mañana en silencio, trabajando en distintos rincones de la granja. Mientras Daniel aprendía a sembrar, Isabel lo guiaba con paciencia, aunque no le ahorraba las críticas cuando él cometía errores. Para mediodía, estaba exhausto, cubierto de tierra y sudor, y cada músculo de su cuerpo le dolía de maneras que no había experimentado antes.
—¿Así es cada día? —preguntó él finalmente, dejando caer la pala y limpiándose el sudor de la frente.
—Cada día —respondió Isabel con una sonrisa—. Aunque tú solo has hecho una pequeña parte. Este lugar es enorme, y se necesita esfuerzo constante para mantenerlo. Pero vale la pena.
Daniel la miró, admirado a pesar de sí mismo. Aquel trabajo, que él había considerado insignificante, tenía un valor y una dedicación que no había previsto. Aunque todavía no estaba convencido de quedarse, comenzaba a ver el lugar con otros ojos.
Antes de despedirse, Isabel le dio una botella de agua y una fruta fresca, y él la aceptó con gratitud. —Mañana, mismo horario —dijo ella, dándole un golpecito en el hombro—. Aún queda mucho por aprender.
Daniel asintió, sorprendiéndose al darse cuenta de que, aunque se sentía agotado, también estaba ansioso por regresar al día siguiente.
Editado: 14.11.2024