La ciudad amaneció sin solemnidades. Había un silencio extraño, como si los edificios contuvieran la respiración, y las calles estuvieran más despiertas de lo normal. Camila se arrastró fuera de la cama con el cuerpo aún pegado al recuerdo nocturno: Adrián durmiendo entre sus brazos, el amanecer entrando despacio por la ventana. Sintió una felicidad agrietada; una especie de temblor interno que le advertía que nada podría quedarse así para siempre.
Se incorporó con cuidado para no despertarlo y bajó a la cocina a preparar café. El silbido del agua llenó el vacío que Adrián había dejado al desaparecer en la madrugada. No había nota, no había explicación. Solo el aroma penetrante del grano recién molido. Ella lo sirvió en una taza grande, se sentó junto a la mesa y esperó.
Pasaron las horas. El olor a café se disipó sin compañía. El sol avanzó y la taza siguió llena. Camila llamó a Lucía, a su madre, descartó mensajes de la agencia. Nada la sacaba del trance de irse.
Alrededor de las dos de la tarde, Adrián apareció en la puerta sin golpear. Iba vestido de negro, con la guitarra semiescondida en una funda con manchas, y los ojos le delataban el peso de muchas noches sin dormir.
—Te asusto —dijo él con voz quedita.
Ella se acercó despacio, como si temiera romper algo.
—¿Dónde has estado?
—Huyendo —confesó.
La habitación se llenó de rastros de humedad y de palabras no dichas.
—Te he buscado mil veces.
—Similar a la cantidad de veces que he huido de estar bien —respondió él, y tembló.
Camila lo dejó acercarse. Le pasó el brazo por detrás y respiró su olor, una mezcla de humo de cigarrillo, guitarra vieja y algo inexplicable que la embriagaba.
—No te quiero quedarte por sentir lástima. Quiero quedarte porque estás eligiéndome.
Él la miró con los ojos brillando.
—No estoy seguro de cómo hacerlo.
—Entonces cuéntame.
Las palabras tuvieron poder. Porque todo lo que Adrián necesitaba era un espacio para empezar de nuevo.
Un bautismo emocional
Cenaron algo preparado por ella: pasta, pan tostado y vino barato que dejó caliente hasta el último sorbo. La luz era tenue, las lámparas pusilánimes. Entre la cena y el silencio, algo cambió.
—Necesito mostrarte algo —dijo Adrián después.
La llevó al cuarto, donde estaban algunas de las fotografías que ella le había tomado. Varias seguían prendidas con clips y luces suaves. En medio, él puso una caja de madera vieja y blanca.
—Abre.
Dentro había recortes: fotos polaroid de conciertos, entradas de cine, hojas dobladas. Era una bitácora de su vida.
—Encontré esto en el ático de mi padre —explicó él—. Estaba lleno de cosas mías y de mi hermano. Me obligué a esconderlo. Pero tú me hiciste querer abrir cuidadosamente eso que había dejado en la oscuridad.
Ella lo abrazó. Y sintió que ese gesto costaba menos que cualquier beso.
—Gracias.
—Te amo.
—Lo sé —dijo ella, antes de besarle el pecho.
Fantasmas en la casa
El ambiente cambió cuando, por la tarde, su madre vino sin avisar. Llamó a la puerta, entró con naturalidad y avanzó hasta la cocina, donde encontró a Adrián tomando un trago mientras ella lavaba platos.
—Hola, Adrián —dijo sin saludar a Camila—. Camila me llamó preocupada ayer. ¿Todo bien?
Él asintió.
—Sí, señora. Todo bien.
—¿Y tú, hija? ¿Cómo estás?
El conflicto anidó en el aire. Entre ambas mujeres se tejió una conversación dirigida por el cariño, pero punzante cuando se trataba de un extraño.
—Bien, mami —mintió Camila—. Adrián y yo trabajamos mucho. Todo está bien.
La madre la miró. No habló más, pero se marchó a su casa dejando un rastro de tensión.
Cuando terminó el silencio:
—Tu madre no aprueba esto —dijo Camila con cierto hastío.
—Mi madre nunca aprobó nada que no entendiera.
—¿Y tú la culpas?
Él negó con la cabeza.
—No… solo la entiendo. Pero ya no quiero que mi pasado decida mi futuro.
La conversación quedó en pausa. Pero ese momento demostró que el amor no es solo tú y yo. A veces somos un nosotros y un ellos.
Una herida abierta
Salieron esa noche a una fiesta en casa de Lucía. Muchos conocidos, risas, música. Camila vio cómo Adrián se integraba, hablaba con amigos, se reía. Era la primera vez que lo veía relajado en un lugar con luces y música electrónica, pero sin micrófono de por medio.
Caminó hacia él, lo tomó del brazo y lo invitó a jugar a uno de esos juegos de sociedad que dejó Lucía en la mesa: “2 verdades y 1 mentira”. La dinámica lo atrapó: una confesión forzada.
—Adrián, tres cosas, por turnos.
El primero fue él. Sentado en un sofá, con botellas sobre la mesa, declaró:
“Yo fui campeón de ajedrez en la secundaria”.
“Una noche llegué manejando sin casco y me metí prisa”.
“Una vez me escapé al balcón para mirar las estrellas con mi hermano”.
Los demás adivinaron: Pillaron la número 2. Él supo que no creerías que hubiera sido irresponsable con algo así.
Se alargó la noche y terminó con música de madrugada. Cuando volvieron, juntos, al departamento, algo en la mirada de Adrián le alteró.
—Estuvo bien la noche —dijo él, mientras caminaban bajo neón urbano—. Fue extraño… normal.
—Normal no es algo que se diga de nosotros, ¿verdad? —respondió ella sacándole una sonrisa.
—Eso espero.
Giraron una esquina. Él fregó invisible un desconcierto interno.
—Camila… tengo miedo.
Su voz sonó pequeña, más que cualquiera que ella hubiera escuchado.
—No pasa nada si tienes miedo —susurró ella.
—Porque tú no huyes.
—Ni me estoy yendo.
Se besaron junto a un contenedor de basura. Bajo una farola parpadeante. Y la ciudad siguió funcionando, indiferente.
Llamada que todo altera
A la mañana siguiente, el teléfono de Adrián sonó mientras desayunaban pan con dulce y café. Él apartó el móvil, pidió permiso y atendió con voz tensa.