Entre libros y miradas

Capítulo 1: Los silencios que no se dicen

Camila siempre decía que su vida empezaba cuando todos dormían.

Durante el día, todo se sentía demasiado. Demasiado ruido, demasiadas personas, demasiadas miradas. Pero en la noche… la noche era su refugio. Cuando el mundo se apagaba, ella por fin respiraba. Ahí, en su habitación iluminada por una lámpara cálida de escritorio y el parpadeo suave de una guirnalda de luces en la pared, Camila encontraba paz. Nadie la juzgaba. Nadie la veía.

Estaba sentada en su cama, envuelta en una manta color vino tinto que olía a lavanda. Kafka, su gato gris de ojos ámbar, dormía sobre una pila de libros junto a la almohada. Luna, su perrita mestiza de orejas caídas, reposaba a sus pies como un soldado fiel. A su lado, una taza de chocolate caliente —más tibia que caliente ya— dejaba escapar un leve aroma a canela.

Tenía un libro abierto entre las manos: “Tokio Blues”, de Haruki Murakami. Llevaba semanas leyéndolo a trozos, no porque no le gustara, sino porque le dolía avanzar. Se sentía tan identificada con la tristeza del protagonista que, por momentos, la historia parecía escrita desde sus propios silencios.

Suspiró.

Miró la hora en su celular: 11:46 p. m.

La notificación de Netflix apareció como un guiño del universo: “Nuevo episodio de tu serie favorita ya disponible”. Una sonrisa leve, casi imperceptible, curvó sus labios. Había estado esperando ese episodio toda la semana. El protagonista, Ji-Hoon, era su escape. No solo por su sonrisa encantadora, sino por cómo amaba a la protagonista, tan imperfecta, tan humana, tan parecida a ella. A veces, Camila se imaginaba dentro del drama, siendo esa chica que al principio pasaba desapercibida y luego… luego se volvía inolvidable.

Suspiró de nuevo, esta vez con más peso.

Dejó el libro sobre la mesita de noche, se puso los audífonos como si se cubriera con un escudo invisible y pulsó play. Las primeras notas del OST la envolvieron con una familiaridad que era casi materna. Se recostó contra las almohadas, mirando la pantalla con los ojos llenos de una nostalgia que no podía poner en palabras.

Afuera, la brisa movía las cortinas con suavidad. El silencio del vecindario era una bendición. Lejos de las voces que preguntaban demasiado. Que opinaban demasiado.

—Deberías arreglarte un poco más —le había dicho su tía hace una semana en una reunión familiar—. Tienes una cara linda, pero ese cuerpo…

No había respondido. Solo había sonreído con la mirada baja, deseando desaparecer.

O cuando su madre, sin maldad, pero con torpeza, decía:
—Tienes que aprender a quererte, Camila, pero también hay que cuidarse. No puedes seguir subiendo de peso así.

Y ella se preguntaba: ¿cómo se ama un cuerpo que te enseñaron a odiar desde niña?

Había aprendido a convivir con su imagen como quien carga con una sombra. Nunca se sintió lo suficientemente bonita. Ni en la primaria, donde los chicos se reían de su figura, ni en el bachillerato, donde simplemente la ignoraban.

Ser invisible era más fácil que ser herida.

Y lo era aún más cuando estabas armada con libros, gatos, perros y series coreanas que te prometían finales felices. Aunque no fueran para ti.

Kafka se estiró y se acomodó más cerca de ella, ronroneando como si entendiera todo.

—¿Tú crees que algún día alguien me mire como en los dramas? —le susurró a su gato.

La pantalla seguía iluminando su rostro. En ella, el protagonista miraba a la chica con devoción, tomándole la mano. Camila sonrió con ternura, sintiendo que su corazón se encogía un poquito.

Cerró los ojos unos segundos y pensó en una idea que la rondaba desde hacía meses:

¿Y si me quedo sola para siempre?

La idea no le daba miedo. Le dolía. Que era distinto.

Abrió un cuaderno que tenía en su mesa de noche, uno de tapas duras decorado con dibujos de flores, hojas y pequeñas estrellas. Empezó a escribir, como hacía cada noche:

“Hoy volví a sentir que no encajo. Me incomoda mi reflejo. Me incomoda mi voz. Me incomoda existir en espacios donde todos parecen saber cómo actuar menos yo. Pero aquí, en este rincón, todo está bien. Kafka, Luna, mis dramas, mis libros… Me siento segura. Aunque a veces, solo a veces, desearía no necesitar esconderme para sentirme así.”

Cerró el cuaderno con cuidado, como si sus pensamientos pudieran romperse.

Entonces, sin saberlo, sin imaginarlo siquiera, el reloj marcó las 12:00 a. m. Y mientras ella se acurrucaba entre sus mantas, aferrada a su mundo de papel y ficción, la vida allá afuera ya se estaba moviendo, tejiendo encuentros, abriendo puertas.

Mañana sería lunes.
Y en su salón de clases habría una nueva voz.
Una mirada curiosa.
Una presencia distinta.

Y aunque aún no lo sabía…
Ese chico iba a cambiarlo todo




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