-Regla número uno: nada de contacto innecesario.
William soltó la frase como si estuviera recitando un contrato legal. Estaban sentados en la cafetería del campus, frente a frente, con dos cafés y un cuaderno abierto entre ellos como si estuvieran planeando un atraco, o en este caso, una mentira.
-¿Contacto innecesario? -repitió Jane, frunciendo el ceño-. ¿Qué significa eso? ¿No me puedes abrazar si Ezra aparece?
William bebió de su café -negro, sin azúcar, sin alma, probablemente- y la miró por encima de la taza.
-Contacto estratégico, sí, contacto espontáneo, no. Si quieres que esto funcione, necesitamos control, Anderson, no emociones desbordadas, no improvisaciones de último minuto, esas siempre salen mal.
Jane alzó una ceja, cruzando los brazos.
-Entonces estás diciendo que tengo que pedirte permiso para tomarte de la mano. ¿Eso es lo que estás proponiendo?
-Exacto -respondió él, sin un ápice de ironía-. Regla número dos: conversaciones en público solo si alguien está escuchando o mirando, nada de charlas existenciales cuando estemos solos, esto es una transacción, no una cita real.
Jane no sabía si estaba tratando con un ser humano o con un contrato de 45 páginas redactado por un abogado con problemas de confianza.
-¿Hay más reglas, jefe? -preguntó, con una sonrisa sarcástica.
William hojeó su cuaderno. Por supuesto que había un cuaderno. De tapas negras, letra ordenada, subrayados en rojo. Definitivamente el tipo no fingía sin planificación. Literalmente había un plan.
-Regla número tres: límites de tiempo, esto termina el día del concurso, no habrá nada de extensiones, nada de “¿y si seguimos fingiendo un poco más para que no sospechen?”. En cuanto termine, tú vuelves a tu mundo de arcoíris y cartas de amor y yo vuelvo al mío.
-Sí, al oscuro y tenebroso mundo en el que vives.
Jane lo observó en silencio durante unos segundos,a pesar de lo ridículo de todo eso, había algo en la precisión con la que William manejaba las cosas que le resultaba… intrigante, como si debajo de todo ese control hubiera alguien que temía perderse en lo que estaban por fingir.
-Y supongo que no hay una cláusula de “emergencia emocional”, ¿no? -preguntó, más suave.
William bajó la vista al cuaderno, por un instante, se quedó en silencio.
-Los sentimientos son lo más fácil de fingir -murmuró-. Lo difícil es no creérselos-rie.
Jane no dijo nada, el comentario la golpeó más fuerte de lo que esperaba, por primera vez, vio algo en William que no había notado: no solo no creía en los finales felices, sino que parecía haberse rendido a ellos hacía mucho.
Más tarde ese día, comenzaron los ensayos, sí, William insistió en practicar cómo se tomarían de la mano, cuánto tiempo debían abrazarse y cuántas veces podían mencionarse mutuamente en una conversación casual.
-Te estás tomando esto como si estuviéramos por presentar una obra de teatro en Broadway -dijo Jane, mientras él corregía la forma en que ella entrelazaba sus dedos con los suyos.
-La gente no sospecha de una mentira bien ensayada -respondió William-. Sospechan de los nervios, de los gestos torpes, incluso de las miradas que se sostienen demasiado o muy poco, así que sí, esto es teatro y si quieres que sea creíble, necesito que actúes.
-¿Siempre eres así de… intenso? -preguntó ella, sin soltar su mano.
-Solo cuando sé que la mentira puede convertirse en verdad si no se maneja bien -dijo él, sin apartar la mirada.
Jane se quedó callada porque por primera vez, sintió un pequeño nudo en el estómago.
William no soltó su mano de inmediato, era parte del ensayo, claro. Jane fue la primera en apartarse, aclarándose la garganta con una sonrisa incómoda.
-Bien, creo que tenemos suficiente por hoy, no sea que accidentalmente me enamore de ti y rompamos tu preciosa regla número uno.
William le devolvió una mirada seca, pero sus labios se curvaron apenas, algo en ella desarmaba sus líneas rectas, aunque él todavía no lo admitía.
-Mañana, 10 a. m., biblioteca, hay mucha gente por ahí, será un buen lugar para una aparición pública convincente, ya sabes caminamos juntos, nos reímos de algo inexistente, y tú me miras como si fuera lo mejor que te ha pasado en la vida -indicó, como si estuviera leyendo el manual de instrucciones de una licuadora.
Jane lo miró con una ceja alzada.
-¿Y tú qué harás? ¿Me mirarás como si fueras capaz de amar?
William sonrió. Fue rápido, afilado. Inquietante en su rareza.
-Puedo fingirlo, al menos por unas semanas.
La mañana siguiente, Jane se puso el suéter que más le gustaba -uno color lavanda con mangas largas que podía enrollar nerviosamente si algo salía mal, se mirá en el espejo con nerviosismo, recuerda haber usado ese mismo suéter en su segunda cita con Ezra.
William ya la esperaba afuera de la biblioteca, con una taza de café en la mano y la expresión de quien va a una reunión de negocios, no a una cita fingida.
-Bien Anderson, es hora del show-dijo, ofreciéndole el brazo.
Jane lo tomó, sintiéndose ridícula, nerviosa y un poco emocionada, todo al mismo tiempo.
Caminaron entre los estudiantes como si el campus entero fuera su escenario, Jane sonrió, dijo algo en voz baja -un chiste sobre el profesor de literatura y su fijación con la muerte en los cuentos infantiles- y William, sorprendentemente, soltó una carcajada genuina, fue algo…inesperado.
-¡Jane! -Una voz chillona la sacó del momento.
Se giró y ahí estaban: Ezra y su novia, una rubia, alta, con una sonrisa de anuncio dental y un suéter que probablemente costaba más que la renta de Jane.
-¡Cuánto tiempo! -dijo Ezra, fingiendo una alegría que ni se molestó en hacer creíble.
Jane se tensó. William lo notó.
-Cariño -dijo él, en voz baja pero clara, lo justo para que los otros dos lo escucharan-, ¿me vas a presentar a tus amigos?