El aula del tercer piso olía a café recalentado, marcador seco y estrés académico. Jane se sentó en su asiento habitual, al fondo, con su cuaderno de flores abierto y un bolígrafo masticado en la mano, frente a ella, la pizarra blanca aún conservaba los restos de una cita que alguien escribió con tinta permanente por accidente.
William llegó exactamente a las 10:00 a. m., ni un minuto antes, ni uno después, llevaba su usual aire de “nada de esto me afecta” y una carpeta llena de papeles perfectamente ordenados.
-¿Listo para escribir sobre el amor? -dijo Jane con una sonrisa provocadora, mientras él se sentaba a su lado.
-Más que tú para seguir las reglas -respondió William, sacando una hoja con el encabezado: “Proyecto literario: Concurso Nacional de Relato Corto”.
Jane la tomó, escaneándola con los ojos.
-¿Ya hiciste un esquema? ¿En serio?
-Claro, y tengo varias propuestas de trama. Pero si vamos a trabajar juntos, necesito saber cuáles son tus límites narrativos.
Ella parpadeó.
-¿Mis qué?
-Tus líneas rojas -dijo él como si fuera lo más obvio del mundo-. Lo que no estás dispuesta a escribir, esos clichés que te molestan, necesito una lista.
Jane soltó una carcajada.
-Hart, esto es una novela romántica, ¡Los clichés son parte del paquete!
-Los buenos autores pueden usarlos sin depender de ellos -respondió sin inmutarse-. Y si me vas a enseñar cómo escribir amor, lo haremos con técnica, no con azúcar.
Jane lo observó con una mezcla de fastidio y fascinación. A veces se preguntaba si William realmente sentía algo, o si simplemente era un robot programado para analizar emociones desde lejos.
-Está bien -dijo, sacando su bolígrafo-. Vamos a hacer esto a tu manera, pero si vas a escribir una historia de amor, tendrás que dejar que algo se te meta bajo la piel.
-No es necesario sentir para escribir bien -replicó William.
-No, pero sí para que el lector crea que sentiste algo -le dijo Jane, y esa frase, por alguna razón, se quedó flotando entre ellos.
Horas después, salieron de la biblioteca con las primeras ideas esbozadas, una historia sobre dos desconocidos que se conectan a través de cartas olvidadas en libros de una biblioteca antigua. William había propuesto el conflicto y Jane, el ritmo emocional. Trabajaban como engranajes, aunque ninguno lo admitiría.
Mientras caminaban hacia la salida, una voz familiar los detuvo.
-¿Jane?
Ella se giró. Ezra.
Por supuesto que tenía que aparecer justo cuando todo iba bien.
Iba con Amanda, como siempre, de la mano. Perfectos. Pulcros. Coordinados como si fueran personajes de una comedia romántica... de las malas.
-Oh, hola, Ezra -dijo Jane, forzando una sonrisa.
-No sabía que tú y William eran tan… cercanos -comentó, su tono disfrazado de cortesía.
William dio un paso adelante, colocándose justo al lado de Jane, tan casual como letal.
-Supongo que hay muchas cosas que no sabes sobre ella.
Ezra lo miró, incómodo.
-Bueno, nos vemos en clase -dijo Ezra, con una mirada de pocos amigos.
Cuando se alejaron, Jane soltó un suspiro.
-¿Fue demasiado? -preguntó William.
-No, fue perfecto -respondió Jane, y luego añadió-. Aunque podrías intentar parecer menos como si quisieras pelearte con él en un duelo literario a muerte.
William esbozó una sonrisa.
-Tomo nota.
William no dijo nada mientras cruzaban el campus. El sol caía a plomo sobre el sendero de piedra y Jane caminaba con las manos en los bolsillos, pateando una piedrita como si fuera una pelota de fútbol emocional.
-Gracias por lo de Ezra -dijo al fin, sin mirarlo-. No tenías que hacer ese comentario, pero… funcionó.
-Era parte del trato -respondió él, sin mirarla tampoco.
Jane lo observó de reojo. Siempre tan meticuloso, tan frío. Era como si cada palabra suya hubiera sido aprobada por un comité interno antes de salir de su boca.
-¿Siempre fuiste así? -preguntó, más por curiosidad que por otra cosa.
-¿Así cómo?
-¿Con una muralla emocional de concreto armado alrededor tuyo?
William se detuvo, por un segundo, pareció considerar una respuesta real, luego, como siempre, optó por la versión segura.
-Digamos que las emociones no son un terreno donde me guste construir castillos.
-¿Y escribir un cuento de amor no te parece contradictorio, entonces?
-Por eso acepte tu ayuda -dijo él, como si fuera lo más lógico del mundo-. Tú crees en eso, yo no, tú tienes el corazón y yo tengo la estructura.
-Bueno, entonces vamos a escribir una historia inolvidable -dijo, extendiéndole la mano como si sellaran un pacto.
William dudó, pero luego la estrechó. Rápido. Casi mecánico. Pero su mirada se quedó un segundo más de lo necesario en los ojos de Jane.
Esa noche, William volvió a su habitación. Cerró la puerta con cuidado, dejó la carpeta del concurso sobre su escritorio y se dejó caer en la silla.
En el silencio, el eco de la voz de Jane seguía rebotando en su cabeza.
"¿Siempre fuiste así?"
No era una pregunta que alguien le hiciera seguido, de hecho, nadie solía preguntarle nada que tuviera que ver con su historia, ni con su forma de ver el mundo, con Jane, sin embargo, todo parecía moverse más rápido de lo que podía controlar.
Sacó su cuaderno y escribió una frase sin pensarlo demasiado:
“Los sentimientos no se anuncian. Se infiltran. Te sorprenden cuando menos te conviene.”
Lo leyó una, dos, tres veces, para después tacharlo.
Cerró el cuaderno, apagó la luz y se tumbó en la cama, y aunque no lo admitiría ni bajo tortura, durmió con el ceño ligeramente fruncido