Andrea se levantó con el sonido del despertador resonando en su habitación. Se frotó los ojos con pereza, tratando de reunir las fuerzas necesarias para comenzar otro día. Su rutina matutina era casi automática: se duchó, eligió un par de jeans y una camiseta sencilla, y se sentó frente al espejo para peinarse. Tomó una liga de cabello sin pensar demasiado y, de repente, al mirarse al espejo, notó algo que la hizo detenerse.
Había atado su cabello en una cola de caballo alta, exactamente como lo hacía en secundaria. Su reflejo la transportó a esos años. Podía ver a esa Andrea más joven, insegura, y demasiado tímida para experimentar con otros peinados por miedo al qué dirán. La misma Andrea que, con su cabello siempre recogido, parecía estar intentando hacerse invisible entre la multitud.
Un suspiro escapó de sus labios. Recordar a su yo adolescente le producía un extraño revoltijo de emociones. Había una mezcla de pena y vergüenza, no solo por lo que fue, sino por lo que permitió que otros hicieran con ella. En esos días, le costaba tanto decir "no" que terminaba siempre ayudando a compañeros a hacer tareas que no eran suyas, a menudo bajo presión o con excusas manipuladoras. “Andrea, tú eres buena en esto, ¿me ayudas?”, solían decirle. Y aunque ahora sabía que aquellos gestos de bondad habían sido abusados, en su momento no podía evitar ceder. No se trataba solo de tareas; también había dinero prestado que nunca le devolvieron. Andrea apretó los labios al recordar cómo, por no hacerse respetar, había permitido que otros se aprovecharan de ella. “Fui una tonta,” pensó.
Ahora, de pie frente al espejo, su expresión se endureció. “Ya no soy esa chica,” se dijo, mientras ajustaba la liga en su cabello. Aún era amable, sí, pero aprendió a valorar su tiempo y esfuerzo. Si alguien quería su ayuda ahora, tendría que ganársela o, al menos, ser alguien realmente importante para ella.
Sacudiendo esos pensamientos, tomó su bolso y salió de casa. Como siempre, decidió ir caminando hacia la universidad. A Andrea le gustaba salir temprano, no solo para llegar con tiempo de sobra, sino porque disfrutaba del paseo. Las calles, aún bañadas por la luz suave de la mañana, le daban una sensación de calma. Pero esa serenidad se veía constantemente interrumpida por los recuerdos del día anterior. ¿Por qué seguía pensando en eso? ¿Por qué el rostro de Ricardo y el inesperado encuentro con Santiago la seguían persiguiendo?
Al llegar a la universidad, Andrea tomó asiento en su aula habitual. Su amiga, Clara, llegó poco después, con su energía habitual.
—¡Andrea! —se acercó a abrazarla—. No nos vimos ayer y ya tengo un chisme para ti.
Andrea, distraída aún por sus pensamientos, solo logró asentir. Clara ya estaba acostumbrada a que su amiga no fuera tan expresiva; ambas eran opuestas, pero de algún modo se complementaban.
—El docente de inglés, el calvo... no recuerdo su nombre, pero él. Lo vieron con una de sus estudiantes, una chica de Derecho, y lo acaban de despedir. —Lo soltó como una bomba—. Ese viejo verde.
Andrea la miró sin entender.
—¿Por qué? —preguntó—. Ambos ya eran mayores de edad y era consensuado.
Clara rodó los ojos, exasperada, y le explicó que el docente tenía 50 años y la chica apenas 22. Continuó dando más razones, pero Andrea no quiso entrar en un debate. “No es algo que me incumba,” pensó. Se limitó a asentir mientras su mente volvía a sus propios problemas. ¿Era un problema lo que tenía en la cabeza, o solo un lío pasajero?
No quería preocupar a Clara ni levantar sospechas sobre lo que tenía en mente, así que hizo un esfuerzo por concentrarse en lo que ella le decía y en las clases.
En una de las clases, el profesor les asignó un proyecto relacionado con su carrera de filología hispánica. La actividad consistía en escribir un ensayo creativo sobre una anécdota personal, algo que les haya marcado profundamente. El ensayo debía transmitir emociones tan vívidas que pudieran conmover al lector. Como parte de la dinámica, el profesor añadió un desafío adicional:
—Quiero que sus textos reflejen honestidad, emociones y una estructura clara. Hoy es viernes, tienen hasta el próximo viernes para entregarlo. Y, como incentivo para que trabajen duro, les advierto que todo aquel que entregue fuera del límite o no cumpla con el estándar tendrá que leer su trabajo frente a toda la clase. —El profesor sonrió, divertido con la idea—. Así que piensen bien antes de procrastinar.
Andrea sintió que un nudo se formaba en su estómago. No solo era el hecho de escribir algo tan personal, sino que la posibilidad de tener que exponerlo en público le aterraba. “No soy buena para escribir cosas así,” pensó, mordiéndose el labio. Sabía que no era el tipo de persona que podía plasmar sus sentimientos con facilidad. A menudo se enredaba entre sus pensamientos y acababa dejando cosas sin terminar.
—¡Qué divertido! —exclamó Clara—. Ya tengo mil ideas para mi ensayo. ¿Y tú? ¿Tienes algo en mente?
Andrea negó con la cabeza, nerviosa.
—No estoy segura... todavía no sé qué escribir.
Clara, siempre llena de energía, intentó animarla.
—No te preocupes, seguro se te ocurre algo genial. ¡Si necesitas ayuda, me dices!
Andrea forzó una sonrisa, pero en su interior, las palabras del profesor seguían retumbando. “Si no cumples, tendrás que leerlo en público.” La simple idea le revolvía el estómago. No quería ser el centro de atención, mucho menos por algo tan personal. Además, aunque intentara escribir, no tenía claro qué anécdota elegir. Su mente estaba llena de fragmentos del pasado, pero ninguno parecía lo suficientemente relevante o impactante.
El día avanzó, y aunque le costó dejar de pensar en lo sucedido, las interacciones con Clara y los temas discutidos en las lecciones finalmente lograron distraerla un poco. Pero, cada vez que su mente vagaba, volvía a ese pensamiento recurrente: ¿Por qué Ricardo la había saludado de esa manera? ¿Y qué significaba el reencuentro con Santiago?