Pasé toda la tarde en el centro médico, sometiéndome a pruebas de sangre, presión, temperatura y hasta exámenes más detallados. Cada vez que el médico me miraba con expresión neutral, sentía cómo un poco de mi ansiedad se disipaba. No había fiebre, no había infección, nada fuera de lo normal.
Por un instante, empecé a dudar que realmente había visto esas líneas doradas bajo mi piel. Quizá todo había sido un mal sueño, un susto pasajero, mi imaginación jugando con la realidad. Un alivio extraño se instaló en mí, como un pequeño respiro después de la tormenta.
Volví a casa con el ánimo más tranquilo, pero apenas crucé la puerta, un malestar intenso me recorrió de inmediato. Sentí de nuevo ese calor abrasador en el pecho. Las luces parecían arder, los sonidos eran demasiado agudos, y un temblor recorrió mis manos. Mis piernas flaquearon y mi corazón empezó a golpearme como un tambor furioso.
Me apoyé contra la pared, intentando que el calor que me quemaba por dentro disminuyera, pero era inútil.
—No… otra vez no —susurré, deslizándome hasta el suelo, sintiendo que el alivio del centro médico se evaporaba como humo.
Algo dentro de mí había cambiado para siempre desde aquel maldito momento en que salvé a ese imbécil.
—Valentina, ábreme.
La voz de Art vino de repente desde la puerta, como si hubiera leído mis pensamientos. Mi corazón dio un vuelco. ¿Cómo podía él aparecer así? Seguramente Melissa le había dado la dirección, pero eso no disminuía el impacto.
Me levanté y abrí la puerta, pero mis piernas temblaban y el calor interno seguía sin dar tregua.
—¿Qué… qué haces aquí? —logré articular, temblorosa.
Él dio un paso hacia mí, sin prisa, con esa mirada penetrante que me hacía sentir miedo y fascinación al mismo tiempo.
—Estoy aquí para ayudarte. No estás enferma, Valentina… esto es algo más.
De nuevo tocó mis muñecas y el calor se intensificó. Por un instante, sentí como si mi piel se iluminara con líneas doradas invisibles, aliviando un poco el malestar. Intenté controlar la sensación, pero era imposible.
—¡Pero… yo no entiendo nada! —exclamé, apartándome, casi tropezando—. ¿Qué me está pasando?
—No puedes ignorarlo ni huir de esto —susurró, firme pero tranquilo—. Tendrás que acostumbrarte a esto, mi querida.
—¿“Querida”? ¡Cariño, tú no eres nada para mí! Ni te conozco, ni eres nada mío… y desde luego no soy tu querida.
—Por ahora —sonrió con un dejo burlón.
—Déjate de bromas estúpidas. Dime claro: ¿qué. quieres. de. mí, Arturito? —espeté, marcando cada palabra, clavando la mirada en la suya.
—Está bien. Para empezar: no soy “Art”, sino Ártidon Per Sedyet, que en tu idioma significa “la casa de llamas” del mundo Arreit. Y tú, mi querida Valentina… eres mi pareja, mi mitad.
—Menos mal que no esposa —refunfuñé, y solo después entendí el verdadero significado de sus palabras—. ¡¿Qué?! ¿No habrás escapado de un psiquiátrico o te dieron el alta por error?
—Valentina… —suspiró hondo, con aire de mártir—. A mí tampoco me gustas… pero ese es nuestro destino.
—¡Qué destino ni qué ocho cuartos! —exclamé, sintiendo que también intentaba volverme loca.
—Siéntate, por favor. Te lo explicaré todo. ¡Siéntate! —rugió de repente. Obedecí, dejándome caer en el sofá, sintiendo cómo el miedo y la confusión me envolvían como una niebla.
—Excelente. Escucha con atención. No soy de este mundo. Arreit y la Tierra son mundos reflejos: vosotros tenéis tecnología, nosotros magia; vosotros vivís en la modernidad, nosotros en la Edad Media; vosotros practicáis el monoteísmo —en la mayoría de los países— y nosotros somos politeístas… podría seguir durante horas. Soy un mago, como todos los miembros de mi familia. Cada uno debe pasar diez años en la Tierra para valorar lo que tenemos en Arreit. Es una obligación de nuestro linaje: así evitamos que Arreit se convierta en un reflejo de la Tierra.
—¿Y qué es lo que no te gusta de la Tierra?
—Muchas cosas… —evitó la pregunta con un gesto—. Pero hablemos de nosotros. Nuestro linaje tiene una particularidad. Ni siquiera sé cómo explicártelo… —Se quedó pensativo un segundo—. Podemos sentir y encontrar a nuestra pareja. Y al tocarnos, se establece un vínculo que se consolida definitivamente durante la boda.
—¿Y quieres decir que yo soy tu pareja… y que esa “quemadura de hierro candente” fue la instalación del vínculo? —Lo miré con incredulidad, bajando la vista hacia mi mano.
Él sonrió de oreja a oreja:
—¡Sí! Me alegra que mi prometida sea tan inteligente.
—¡Whoa! ¡Frena el carro! —exclamé—. ¿Y por qué crees que voy a dar mi consentimiento? Ni siquiera me gustas —mentí, con firmeza.
—Tú a mí tampoco. Pero no tienes opción —dijo, haciendo una mueca divertida—. En primer lugar, la existencia del vínculo indica que somos perfectamente compatibles. Honestamente, ni yo mismo entiendo cómo es posible… Eres una terrícola.
—¿Y en segundo lugar? —pregunté, ya temiendo la respuesta.
Una sonrisa de villano iluminó su rostro.
—El vínculo no suelta a sus víctimas. Tu fiebre, tus desmayos, tus vómitos… no son más que el inicio de la reconversión de tu organismo. Te transformará, te hará diferente para sobrevivir en nuestro mundo y convertirte en mi igual. Pero lo más importante: si no nos casamos, el vínculo simplemente te matará.
—¿Qué? —mi voz temblaba—. ¿Y se supone que debo creértelo?
—No creas que todo cambiará —dijo, con voz baja, casi un susurro amenazante—. Pero la esencia permanecerá. Mi poder al tocarte alivia tu estado… solo por un tiempo. —Se levantó, acercándose y tomando mis manos con firmeza, como si sostenerme fuera la única forma de garantizar mi vida—. Y si quieres sobrevivir, tendrás que venir conmigo a Arreit y convertirte en mi esposa. Te daré tiempo para que lo entiendas por ti misma. Hoy es el segundo día; para el vigésimo primero, morirás si no aceptas. Te llamaré en un par de días.