Entre olas y llamas

Capítulo 4. Preparación para el viaje

En el fondo, todavía guardaba la absurda esperanza de que todo se arreglara por sí solo. Que tal vez, si cerraba los ojos y aguantaba un poco más, aquello acabaría desvaneciéndose como una pesadilla. Pero mis ilusiones se derrumbaron sin contemplaciones. Esa misma noche mi cuerpo me traicionó: fiebre ardiente, escalofríos, dolores que parecían partirme en dos, vómitos, migrañas que martillaban sin piedad… y, como guinda, otro desmayo.

Al día siguiente arrastré mi cuerpo al centro médico, rogando que un análisis cualquiera me diera una respuesta, un diagnóstico, algo. Pero otra vez: nada. Solo el mismo discurso vacío. Estrés, esfuerzo físico, presión por el campeonato. Descanso, vitaminas, calmantes. Esa fue su panacea. Durante unas horas casi me convencí de que podían tener razón, porque me sentí un poco más ligera, como si el dolor me diera un respiro.

Pero la tregua duró poco. Al día siguiente el tormento regresó con una intensidad indescriptible. Era como si estaño derretido corriera por mis venas, como si miles de agujas atravesaran mi piel desde dentro. Cada órgano protestaba con un dolor punzante, como si se deshiciera. Y lo peor era la contradicción: un frío glacial me calaba hasta los huesos, mientras al mismo tiempo me abrasaba un calor insoportable bajo la piel. Por la noche, la sangre empezó a fluir, primero de la nariz, luego de la boca.

En ese punto, ya no quedaban pensamientos claros, solo un eco martilleante: me estoy muriendo.

—¿Cuándo llamará? ¡Maldita sea! —exclamé con un hilo de voz que apenas salía, entre furia y desesperación.

No era el desvarío de una chiquilla enamorada, era la súplica cruda de alguien al borde de apagarse. Estaba segura de que Art no me había mentido. Ridículo, grotesco, cruel: o con velo blanco en el altar… o sacrificada en él. El universo parecía reírse en mi cara. Y el reloj corría: me quedaban semanas, tal vez menos, sumida en un sufrimiento insoportable.

Entonces, el timbre del teléfono irrumpió como la música más dulce que jamás había escuchado. Mis manos temblaban tanto que tuve que intentarlo varias veces antes de contestar.

—¿Valentina? —la voz de Art llegó nítida, serena, con un fondo enigmático que me heló. ¿Se burlaba? ¿O simplemente disfrutaba de tener el control?

—Sí… —susurré.

—¿Cómo estás?

—Horrible.

—Entonces no hace falta rodeos. Supongo que aceptarás mi propuesta. —Su tono sonaba tranquilo, como quien enuncia un hecho obvio. Tal vez había un matiz irónico, o tal vez solo era mi mente retorciéndose en la fiebre.

—Sí. ¿Y ahora qué?

—Haz una maleta con lo indispensable. No cargues demasiado, en Arreit tendrás lo necesario. Y olvídate de tus aparatos electrónicos: allí no existen enchufes ni Wifi. Pasaré por ti en dos horas. Hoy mismo cruzaremos el portal. ¿Alguna duda?

—No… solo ven rápido. Estoy muy mal.

—Bien. Ten paciencia. Ya voy.

Ese “ya voy” retumbó con la calma irritante de alguien que disfruta del misterio. Lo imaginé sonriendo al otro lado de la línea, implacable, sabiendo que yo no tenía escapatoria. Qué fácil sonreír cuando no eres tú quien se desangra.

Respira, Valentina… No tienes opción. Mis ojos recorrieron la habitación, como si pudiera decidir qué pedazo de mi vida rescatar de entre las ruinas. ¿Qué llevar conmigo? La ironía era cruel: lo útil era precisamente lo que no podía llevar. La computadora, el teléfono y hasta el secador nuevo permanecían sobre la mesa, testigos mudos de mi condena.

—Genial… me voy a la Edad Media y sin Netflix. —Murmuré, y la sonrisa torcida que me salió no era humor, sino un intento torpe de no quebrarme.

Abrí el armario y me lancé a empacar: vestidos, trajes de baño, zapatos. Si en Arreit van en taparrabos, al menos yo llevaría algo digno. También metí cuadernos, bolígrafos, lápices, cerillas, tijeras, maquillaje, productos de higiene… cualquier cosa que pudiera darme una sensación de control, aunque fuera mínima.

Me cambié de ropa y me dejé caer en el sofá. El silencio era asfixiante. Cuando sonó el teléfono otra vez, el corazón me dio un vuelco tan violento que dolió. ¿Y si era Art para cancelar? ¿Y si me abandonaba justo ahora?

—¿Hola?

—¡Eres una basura!

—¿Melissa?

—¿Quién más? —Su voz estaba cargada de sarcasmo, pero bajo la rabia había un temblor de dolor real—. ¿Cómo pudiste hacerme esto, Valentina? ¿Cómo?

—¿De qué hablas?

—¡No te hagas la inocente! —su tono se quebró antes de subir en un grito—. Siempre te vi con esa mirada envidiosa, como si nada te importara. ¡Y ahora me lo quitas! Él estaba conmigo. Era mío.

—Melissa, espera, por favor…

—¡Cállate! —estalló—. ¿Sabes lo peor? Que confiaba en ti. Te contaba mis ilusiones sobre Art, te dije que me gustaba mucho… y ahora me apuñalas por la espalda. ¡Tú! ¡Mi amiga!

Me quedé helada.

—Él me lo dijo. Que se va contigo. Que eres su prometida. ¿Es verdad? —preguntó de golpe, con un filo gélido en la voz.

—Eh… sí. —balbuceé—. Art me propuso matrimonio.

Silencio. Un silencio lleno de cuchillas.

—Nunca pensé que fueras capaz de algo tan bajo… —siseó al fin, con una furia que apenas disfrazaba el dolor—. Yo lo vi primero. Él se acercó a mí. Yo te lo presenté pensando en ayudarte. Y tú lo sedujiste a mis espaldas. ¡Eres una basura barata! ¡Y ya no eres mi amiga!

Su voz se quebró en un chillido final:

—¡Ojalá te destroce, ojalá te use y luego te deje tirada como mereces!

El golpe seco del teléfono colgado resonó en mi oído. Me quedé mirando el aparato, incrédula, como si pudiera darme otra respuesta. Poco a poco, la verdad se impuso: me tenía celos. Sí, quizá no del todo sin razón, pero yo nunca lo busqué. Art nunca dio señales de coquetear con ella. Mi conciencia estaba limpia: no robé nada, no lo seduje. Y al final, si debo elegir entre la rabia de mi amiga y mi propia vida… la elección es obvia.

¿Podría haberle contado la verdad? No. No me creería. Ni siquiera me escucharía. ¿Y por qué tendría que justificarme? La rabia me subió como un fuego interno. Así pensaba de mí, ella. Tantos años de amistad, de risas, de confidencias… ¿y todo era una farsa? El dolor fue como un latigazo en el pecho. Quise llorar, pero no tenía lágrimas, solo un ardor seco en los ojos y un peso en el corazón.




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