Entre olas y llamas

Capítulo 8. El Secreto de Arreit

— ¡Entonces, fijaremos la boda para dentro de dos semanas! — proclamó Artimón con voz firme, como si su palabra fuera ley.
— ¡¿Qué?! — Me atraganté con el aire, casi ahogándome en mi propia incredulidad.
— Padre, ¿no estarás olvidando algo? — dijo Art, frunciendo el ceño.
— Todo está en orden. Hoy mismo enviaré la solicitud. — Su sonrisa se ladeó y acompañó la frase con un guiño cómplice hacia su hijo.
— ¿Solicitud? ¿Qué solicitud? — Mis ojos iban de uno a otro como en un partido de tenis, tratando de descifrar de qué diablos hablaban.
— No te preocupes, niña, todo estará bajo control para la boda. — Karis, con la naturalidad de quien habla de preparar un té, me tomó del brazo y me apartó de los hombres.

— ¡Alto ahí! — Frené en seco, plantándome. — ¿Qué boda? ¿De qué tonterías hablan? ¡Yo no me quiero casar! Y menos con él. Vine aquí únicamente para que me quitaran… ¡eso, esa maldición! ¡Y punto!
— Ártidon — la voz de Artimón se endureció mientras lo fulminaba con la mirada —, ¿no le explicaste nada a Valentina?
— Sí, se lo expliqué todo — replicó Art con un bufido. — ¡Pero es terca como una mula! Y claro, me tenía que tocar justo a mí esta suerte… — murmuró por lo bajo, pero todos alcanzamos a escucharlo.

Rechiné los dientes. Él tampoco era ningún premio.
— No me explicó nada, salvo esa ridiculez de que estamos "vinculados" y que si no me voy con él… ¡moriré! Y encima, ¡yo fui la que lo salvó cuando se estaba ahogando! ¡Vaya agradecimiento!
— ¿Y qué es lo que no entiendes entonces? — insistió Artimón, frunciendo aún más el ceño.
— ¡Todo! — corté tajante. — Quiero que me cuenten la historia desde el principio hasta el final. Y sobre todo, quiero librarme de este matrimonio impuesto.
— Eso es imposible — dictaminó el hombre con un tono que no dejaba lugar a dudas.
— ¿Y podría ser más específico? — siseé, agotada ya de sus medias palabras.

Artimón parecía dispuesto a soltar una respuesta seca, visiblemente irritado por mi ignorancia, pero Karis lo calmó posando una mano en su brazo.
— Dime, cariño… ¿cómo fue que salvaste a mi hijo? — me preguntó ella, con una mirada que penetraba más allá de mi piel.

Por un momento pensé que, al escuchar mi relato, se apiadaría de mí, rompería el maldito vínculo y me mandaría de regreso a casa con regalos de agradecimiento. Ingenua de mí.
— ¿Así que querías ser campeona de natación? — comentó ella con interés.
— Sí, y entonces apareció su hijo… y todo se fue al traste.
— ¿Y aquí no has tenido incidentes con el agua?
— No.
— Sí que los hubo — me interrumpió Art con sorna. — ¿O acaso olvidaste cómo empapaste a Ina con ese chorro de agua?

Me lanzó una sonrisa burlona.
— Así que sí estabas celosa.
— ¡¿Qué?! — salté indignada.
— Entonces sí hubo — murmuró Karis, pensativa. — Ya entiendo por qué el Vínculo te eligió… aunque sigo sin comprender de dónde proviene tu don.
— ¿Qué don? — parpadeé, desconcertada.
— ¿Quiénes son tus padres? — preguntó Artimón con seriedad.
— No lo sé. Soy huérfana. Me dejaron en un orfanato cuando era un bebé — confesé con la crudeza de la verdad.

En ese instante, Karis se levantó con brusquedad, corrió hacia una estantería repleta de volúmenes y sacó un libro pesado.
— Lee lo que está escrito aquí — ordenó, tendiéndomelo.
— No sé leer… Art me dijo que debía estudiar primero — respondí, avergonzada, aunque tomé el libro entre mis manos.

Y entonces sucedió. Los jeroglíficos extraños comenzaron a transformarse ante mis ojos, volviéndose letras comprensibles y luego palabras claras.
— “El agua es vida, el agua es muerte; tú decides qué elegir.” — leí en voz alta.

El silencio cayó como un manto espeso sobre la habitación.
— ¿Es ella Per Mu? — murmuró Artimón, incrédulo, mirando a su esposa, mientras Art me observaba con la boca entreabierta.
— Sí, creo que es de la Casa del Agua — afirmó Karis con seguridad. — Por eso el Vínculo la eligió. Pero… ¿cómo terminó en la Tierra? Y ahora, ¿cómo obtendremos el permiso?

Mi paciencia llegó al límite.
— ¡¿Alguien me va a explicar qué significa todo esto?! — estallé.
— Está bien. Siéntate y escucha con atención. Y más te vale entenderlo a la primera — ordenó Artimón, acomodándose en un sillón junto a la chimenea.

Corrí a sentarme en el sillón de enfrente, dispuesta a no perder ni un detalle.

— Todo comenzó hace más de diez mil años — empezó. — Entonces Arreit se parecía mucho a tu Tierra, incluso en las costumbres. Los reinos vivían en guerras constantes entre sí. Se debilitaron. Entonces, un imperio más grande y fuerte decidió someterlos a todos. Sus ejércitos, como plaga de langostas, arrasaban ciudades, aniquilaban a la población masculina sin importar la edad y se llevaban a las mujeres como esclavas. En apenas cinco años, conquistaron casi todo Arreit… salvo un pequeño y orgulloso reino, cuya reina era maga.

Artimón se levantó, caminó hasta una mesita y tomó una postal. La levantó frente a mí. Era una simple estampa de Jesucristo, como las que reparten en las posesiones de Semana Santa.

— Tú sabes lo que le pasó, ¿verdad? — preguntó.

— Claro — respondí, aunque nunca fui especialmente religiosa.

— Pues bien, en el círculo íntimo de la reina también hubo un Judas — explicó. — Traicionó a su señora y reveló al tirano cómo arrebatarle la magia. Al mes siguiente, el ejército enemigo estaba en las puertas de la capital.

La narración era tan viva que casi podía ver la escena: las murallas sitiadas, los pocos soldados defendiendo a su reina.

— Sin su poder, solo quedaba un puñado de guardias. La reina, sabiendo su final, llamó a cuatro de ellos y les ordenó salvar la vida de su hijo de ocho años a cualquier precio. Lograron huir, pero fueron alcanzados. Se preparaban para su última batalla cuando ella, invocando a los elementos como testigos, entregó su vida a cambio de ayuda.




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