Entre olas y llamas

Capítulo 14. La conversación con Mir.

No sabía dónde iba, y tras un rato deambulando sin rumbo, con varias vueltas erráticas entre corredores idénticos que parecían multiplicarse como espejos, terminé chocándome con un hombre que cargaba unas cajas repletas de frutas y verduras. Era robusto, de rostro grasiento, y caminaba con la indiferencia práctica de alguien acostumbrado a esos pasillos.

Decidí que era mi oportunidad.
—Disculpe —le dije con toda la amabilidad que pude reunir—, ¿podría llevarme a la cocina? Imagino que es hacia allí donde se dirige.

El hombre me recorrió de pies a cabeza con una mirada tan insolente como pesada. Frunció los labios en una mueca torcida y, en lugar de responder directamente, se lanzó a una especie de sermón burlesco sobre que esto no era mi lugar y que debería ir a establos o cobertizos

Durante un instante, me quedé paralizada. Sentía cómo mis mejillas ardían, más de indignación que de vergüenza. Abría y cerraba la boca sin conseguir articular una sola palabra. Parte de mí deseaba gritarle, reprenderlo por su descaro, pero la otra parte sabía que, en este lugar, mi autoridad era todavía mal interpretada.

Y entonces, detrás de mí, se oyó una risa contenida.

Me giré y descubrí a Artimir, apoyado con elegancia contra la pared, luchando por disimular una sonrisa que se escapaba por la comisura de sus labios.

—Vedan —su voz sonó de pronto severa, cargada de autoridad—, ¿cómo te atreves a hablar así con tu nueva señora?

El hombre, que hasta ese momento parecía inflado de suficiencia, se encogió como un globo pinchado.
—Pero, señor, esta… mm… —se atascó, sin saber cómo debía nombrarme.

Artimir no le dio respiro:
—Esta es lady Valentina, la prometida de mi hermano. ¿No has oído que pronto habrá una boda?

La cara del hombre se puso lívida al instante. El sudor perló su frente redonda y sus ojillos huidizos no sabían dónde posarse.
—Lo he oído, señor… —murmuró, apenas audible.

—¿Y? —replicó Artimir con paciencia cruel.

—Disculpe, Milady. —El hombre se inclinó en una reverencia torpe, demasiado rápida como para ser sincera.

Me limité a asentir, conteniendo las ganas de fulminarlo con una frase que probablemente habría empeorado las cosas. No tenía deseos de seguir interactuando con aquel espécimen desagradable. Artimir le hizo un gesto de la mano, como quien espanta a un perro molesto, y Vedan desapareció apresurado.

—Valentina —dijo entonces, acercándose para besarme la mano con teatralidad burlona—, ¿qué haces aquí? Y además con esta ropa…

Sus ojos chispeaban de diversión al señalar mis vaqueros.
—Lo más probable es que Vedan te haya confundido con una campesina o jornalera que se metió donde no debía.

—Perdona —contesté a la defensiva—, pero con el vestido que me dieron ayer, no estoy cómoda. Solo tenía hambre y buscaba la cocina o el comedor.

—¡Ah! —rio él, francamente divertido—. Es que aquí no se desayuna en la cocina.

—Entonces, ¿dónde?

—Debería habértelo explicado ayer —admitió, con una inclinación ligera de cabeza—. Como cada uno se levanta a distinta hora, solemos desayunar por separado. Algunos incluso en sus habitaciones. Lo más sencillo es pedírselo a tu doncella. O, si prefieres compañía, siempre puedes ir al comedor pequeño donde cenamos anoche: hay sirvientes de guardia hasta el mediodía. —Me lanzó una mirada cargada de picardía—. Pero, por favor, lleva vestido. Así evitarás que vuelvan a producirse… malentendidos.

Rodé los ojos, pero no pude evitar sonreír.
—Entendido. Gracias por la aclaración.

—Perfecto —sonrió, ofreciéndome su brazo con gesto galante—. Pero como tienes habre, ven conmigo. Justo iba al comedor, y me encantaría desayunar en tu compañía.

—Con mucho gusto, Artimir —respondí, aceptando.

—Basta de formalidades —corrigió enseguida—. Llámame Mir. Al fin y al cabo, ya somos casi familia.

Y así, del brazo de Mir, caminé con él hacia el comedor, sintiendo que la tensión del encuentro anterior se disolvía poco a poco entre las bromas y la conversación ligera que se fue tejiendo en el trayecto.

Él se sorprendió de que me hubiera levantado tan temprano, mientras yo aprovechaba la ocasión para saciar mi curiosidad sobre mi futuro.

—No te preocupes —me dijo con voz tranquila, posando una mano cálida sobre la mía—. Después del compromiso, todo se calmará. Créeme, mi primer año en la Tierra también fue horrible; me sentía un extraño, fuera de lugar. Pero con el tiempo me acostumbré, y, cuando se cumplió el plazo, incluso dudaba si quería volver. —Sonrió con amabilidad, dándome una ligera palmadita, como si quisiera transmitirme confianza.

Pronto llegaron los sirvientes con el desayuno. El aroma del café recién hecho me golpeó de lleno, y mi estómago rugió exigiendo su ración. Me lancé a la comida con gratitud, deleitándome con los albaricoques dulces y la acidez jugosa de las bayas.

—¡Nunca hubiera pensado que aquí podría haber café! —exclamé, sorprendida.

Mir rió suavemente.
—¿Por qué no? Cuando estamos en la Tierra no perdemos el tiempo. Estudiamos agricultura, pesca, carpintería, ganadería… Cualquier oficio útil para mejorar la vida aquí. Aprendemos, pero también seleccionamos que conocimientos merece la pena traer de vuelta. En una palabra: avanzamos, sí, pero a nuestro propio ritmo.

—Entonces, ¿por qué no trasladan también los conocimientos tecnológicos? —pregunté con genuina curiosidad.

Él apoyó los codos sobre la mesa, entrelazando los dedos.
—Porque no queremos que Arreit se convierta en la Tierra. —Su tono fue firme, aunque no agresivo, casi pedagógico—. Te resultará difícil de aceptar, pero créeme: el desarrollo de la ciencia no siempre es bueno para el hombre. Piensa en tu mundo: el aire y el agua contaminados, los alimentos cargados de químicos, y la gente… cada vez más aislada, refugiada en pantallas, sustituyendo la cercanía por un espejismo de comunicación. —Me sostuvo la mirada, con esa calma que no admitía réplica inmediata—. No rechazamos las innovaciones, las regulamos.




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