Entre olas y llamas

Capítulo 16. La tención crese.

Claro que entendí enseguida que el asunto no tenía nada que ver con el almuerzo; lo único cierto era que a Itarón no le estaba permitido hablarme del Vínculo ni de mi matrimonio con Art. Aquella prohibición colgaba en el aire como un muro invisible entre nosotros.

—Está bien. Gracias, Itarón —le sonreí con sinceridad, intentando suavizar el momento—. ¿Fue Karis quien le pidió que no me hablara sobre las costumbres y leyes de los Per Sedyet?

Él desvió la mirada, como si aquella simple pregunta lo incomodara más de lo debido.
—Porque son asuntos familiares —murmuró con evasiva—. Hasta mañana, Tina.

—¿Y no se quedará a almorzar? —pregunté, a medio camino entre la cortesía y la esperanza de que alguien me acompañara a este núcleo de soberbia.

—No, claro que no —resopló, con un gesto cansado—. Prefiero almorzar en mi casa.

—¡Oh, Itarón, ¿ya te vas?! —se oyó de pronto desde la puerta la voz alegre de Artimir. El chico sonreía, mostrando unos dientes inmaculados, mientras se ajustaba la manga de encaje de su jubón carmesí con una gracia casi estudiada—. ¿Quizá almuerces con nosotros?

—En otra ocasión. De verdad debo irme —contestó Itarón, inclinándose apenas antes de marcharse.

Me despedí de él, y fue Mir quien me condujo al comedor. Para mi alivio, estaba vacío. No sé por qué, pero no tenía ningún deseo de encontrarme con Art, ni con el resto de la familia. Había en todos ellos una sensación de poca sinceridad, como si cada palabra que me dirigían estuviera cuidadosamente medida, o como si me ocultaran partes esenciales de la verdad. Con Mir, en cambio, todo era distinto: podía callar cuando lo consideraba necesario, podía incluso esquivar una pregunta delicada, pero nunca lo sentía falso ni calculador. Con él había naturalidad.

Después del almuerzo me esperaban clases de baile y música. Lo intenté, puse todo de mi parte por recordar cada regla, cada postura, cada nota, pero la verdad es que no me despertaban ninguna emoción. Eran obligaciones que cumplía con disciplina, sin pasión. Más tarde tendría equitación. Y aunque en teoría debía ser Art quien me instruyera en aquel arte —o medio de transporte, como lo veía yo—, mi futuro esposo había decidido ocuparse de otros asuntos que parecían siempre más importantes que yo. En su lugar, el instructor fue Mir, cosa que agradecí más de lo que debería.

La verdad es que llevaba dos días atormentada por una misma pregunta: ¿por qué, desde el instante en que pusimos un pie en Arreit, Art cambió conmigo? En la Tierra, aunque arrogante y brusco, había mostrado interés, incluso cierta ternura velada, como si de verdad le importara traerme hasta aquí. Pero ahora… ahora era otro. Se volvió reservado, distante, y me evitaba con una frialdad que me desconcertaba. Lo lógico habría sido lo contrario: que nuestra comunicación se volviera más estrecha, más constante, sobre todo teniendo en cuenta que en dos semanas estaríamos comprometidos, quizá casados.

No, no me engañaba: no era una cuestión de solo belleza. Estaba claro, que yo no podía competir con Karis, con Ora, con Ina, ni siquiera con mi amiga Melissa. Pero si íbamos a pasar la vida entera juntos, lo mínimo era aspirar a una relación cordial, amistosa, algo que nos permitiera convivir sin resentimientos. Pero Art me ignoraba olímpicamente. No respondía a mis preguntas, me miraba como una mosca cansina e intentaba escapar de las estancias a donde yo entraba. Pasaba algo con él y no lo entendía.

Con Mir, sin embargo, todo fluía con una facilidad desconcertante. Cuanto más tiempo pasaba con el hermano de Art, más deseaba —con un humor amargo y resignado— que la elección del Vínculo hubiera recaído en él y no en Art.

Pero claro… la vida nunca es justa.

Fui a la cena con bastante buen humor, pero al traspasar la puerta del comedor, sentí tal oleada de negatividad y tensión que me sentí muy incómoda. Art se levantó y me acompañó a la mesa. Me sentó a su lado, pero durante la cena cada palabra, cada gesto de Art parecía medir mi reacción, como si intentara comprobar mis límites.

Mientras Artimir se inclinaba hacia mí para explicarme detalles de la comida o contar alguna anécdota ligera, Art permanecía rígido, con los ojos fijos en la mesa y los dedos tamborileando suavemente sobre la superficie.

—¿Sabías que en Arreit, el desayuno suele durar menos de media hora? —comentó Artimir, sonriendo—. Algunos consideran que es tiempo suficiente para preparar la mente para el día.

—En la Tierra yo en media hora tenía que ducharme, vestirme, preparar el desayuno y desayunar casi saliendo de casa —reí, tratando de aliviar la tensión.

Art no levantó la vista. Su silencio se sentía casi como un juicio. La incomodidad crecía. Me pregunté si en algún momento volvería a sentir la misma cercanía que en la Tierra.

Uno de los familiares, una mujer de edad avanzada con expresión inquisitiva, inclinó ligeramente la cabeza hacia mí:
—¿No extrañas demasiado tu hogar? —preguntó con voz cortante pero curiosa.

Intenté responder con diplomacia:
—Extraño algunas cosas… pero estoy interesada en aprender sobre Arreit y conocerlos a todos.

La mujer asintió lentamente, pero sus ojos no ocultaban un dejo de escepticismo. Artimir, percibiendo mi tensión, se inclinó hacia mí y susurró:
—No te preocupes por ella. Mi abuela no tiene magia. – sonrió. - Solo observa, como hacemos todos la primera vez que alguien nuevo entra en nuestra familia.

Mientras tanto, Art finalmente alzó la mirada. Sus ojos encontraron los míos y por un instante me pereció que vi una pena en ellos, una compasión, pero luego volvieron fríos, medidos, y se posaron en su plato. La brecha entre nosotros se sentía más amplia que cualquier distancia física.

—Él… ¿siempre es así? —pregunté en un susurro, con cierto desconsuelo.

—No —respondió Artimir, con un gesto comprensivo—. Es diferente fuera de casa, más humano, si quieres llamarlo así. Pero aquí, entre la familia, sus responsabilidades y la magia, tiene que mantener una distancia. No lo tomes como un rechazo.




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