Corrí por los pasillos del castillo, ciega entre lágrimas que apenas me dejaban ver, hasta alcanzar la puerta de mi habitación. Los sollozos desgarraban mi pecho con una impotencia que me pesaba como hierro fundido, y dentro de mí sentí quebrarse algo con tal violencia que temí enloquecer. Ya no me quedaban dudas: Art no sentía nada por mí. Ese supuesto lazo del que había hablado en la Tierra, esa conexión de almas que él repetía como un juramento, aquella promesa de protegerme y cuidarme... todo había sido humo. Dulces palabras, sí, pero envenenadas, disfrazadas de cadenas.
No esperaba amor —nunca tan ingenua fui—, pero sí un mínimo de comprensión, un resquicio de apoyo, la certeza de contar con un aliado real en esta prisión de reino. Pensé que al menos podríamos luchar juntos por algo parecido a la libertad. En cambio, él había elegido lo más fácil: hundirme, hacer de mi vida un tormento más profundo que las piedras de este castillo.
Fue entonces cuando el odio ardió en mis venas como fuego indomable. ¡Jamás sería su esposa! Antes prefería la muerte, antes perderlo todo en el intento de regresar a la Tierra.
El corazón me golpeaba el pecho con violencia, cada latido un tambor de guerra. Sin dudarlo más, giré sobre mis pasos y corrí hacia aquella puerta maldita por la que había cruzado apenas dos semanas atrás. Cada piedra del pasillo me recordaba que mi decisión era precipitada, torpe, nacida del miedo… Mi cuerpo me fallaba, la debilidad me quitaba la razón, pero aun así debía resistir. No debí aceptar nunca la propuesta de Art. No tenía que haber venido a este mundo, que se había convertido en un infierno para mí.
Ahora me impulsaba la certeza de que había llegado el momento de enmendar ese error, aunque fuese lo último que hiciera.
Nunca deseé acabar con mi vida. Pero en aquel instante rabia y desesperación se confundieron en un único impulso abrasador: volvería a casa, sin importar el precio.
Saludé a los guardias con apenas un leve movimiento de cabeza, ocultando el temblor de mi respiración entrecortada mientras avanzaba hacia el portal. La madera vieja vibró bajo mis dedos, áspera y cálida como si en su interior respirara algún secreto antiguo. Cada fibra de mi ser gritaba que aquello era una insensatez, pero el dolor punzante en mi pecho superaba cualquier razonamiento.
—¿Funcionará para mí? —susurré, desafiante, como si mi voz pudiera quebrar la lógica sombría que me había arrojado a este mundo.
Entonces lo sentí: una voz sin palabras, pura presencia en mi mente. No era una voz humana, sino un eco arcaico, como el crujido de una montaña o el rugido de un río.
«Todo viaje reclama un precio. ¿Eres capaz de asumirlo?»
Una risa amarga brotó en mi garganta, seca y feroz.
—¿De verdad crees que todavía me queda algo que perder?
«Siempre hay algo que perder, hija. Siempre.»
Sin permitir que la duda se instale, empujé la puerta y di un paso hacia delante. El suelo desapareció. El vacío me devoró, el aire me golpeó con violencia, arrancando un grito que nunca llegó a ser oído. El vértigo fue glorioso, brutal, la promesa dulce de la muerte esperándome abajo. Y pensé, casi con una carcajada histérica: ahora sí, por fin, libre.
Me había hecho a la idea de estrellarme. Casi lo esperaba con ansias. Pero no… claro que no. Porque mi vida no podía tener la decencia de terminar cuando yo lo decidiera. Una corriente invisible me levantó como un muñeco de trapo y empezó a girarme en el aire con una velocidad insoportable. Cerré los ojos y cuando los abrí… me encontré de nuevo en mi habitación.
—¡Maldita sea! —escupí, entre rabia y sorpresa, con el corazón en la boca—. ¿¡Ni siquiera morir puedo cuando quiero!?
Me quedé tirada en el suelo, jadeando, con el cabello hecho un desastre, mientras una risa amarga me burbujeaba en la garganta.
—Claro, debe de ser Art o Karis —murmuré con sarcasmo venenoso—. Seguro que puso un conjuro de seguridad al portal. No vaya a ser que la valiosa novia de conveniencia se escape antes de la gran función. ¡Qué detalle!
Lloré, sí, pero no mucho. No valía la pena. Entre sollozos apagados entendí algo con una claridad cortante: si no podía escapar ni con la muerte, entonces solo me quedaba otra opción. Convertirme en una maga. Una maga poderosa.
El resto del día transcurrió de manera un tanto nerviosa. ¿Y qué más se podía esperar en esas circunstancias? Para distraerme intenté leer, dibujar, repasar los pasos de baile de moda que había aprendido esos días, pero mis pensamientos invariablemente volvían al ritual que me esperaba, lo que resultó en un simple dolor de cabeza para la noche. Menos mal que después de la cena, Ina me trajo una especie de infusión que prácticamente me dejó inconsciente al instante. Que así sea. Mejor eso que pasar toda la noche mirando al techo y pensando en un futuro triste… aunque, siendo sincera, algo en mí sospechaba que ese futuro triste iba a llegar de todas formas.
Claro que recordaba que Karis había prometido que la ceremonia sería al amanecer, cuando los primeros rayos del sol iluminaran el altar en el templo de los cuatro elementos, ¡pero ni en mis peores pesadillas imaginé que me arrancarían de la cama a las tres de la madrugada! Perfecto. Dormir es claramente sobrevalorado.
Ina y otras dos chicas me sacudieron sin piedad, me arrastraron hasta el baño y, en cuestión de minutos, estaba sumergida en agua tibia, como si me hubieran lanzado a un jacuzzi de tortura. Después vino el martirio: exfoliada, embadurnada en ungüentos, masajeada con manos demasiado entusiastas y frotada hasta sentir que me habían borrado una capa entera de piel. Spa del infierno, cortesía del “mundo perfecto” de los elementos.
Dos horas más tarde, con los nervios destrozados y la paciencia convertida en ceniza, Karis apareció con mi “atuendo de novia”: túnica bicolor, rojo y amarillo. Nada de encaje, nada de blanco, nada de velo romántico. Parecía más una bandera de alarma que una novia. Me pregunté si alguien había aprobado ese diseño con seriedad… o si simplemente querían verme sufrir un poquito más.