Entre olas y llamas

Capítulo 20. Caos en el Templo de los Elementos

El templo… Desde el primer instante, supe que no se trataba de un edificio cualquiera. Tenía algo antinatural, como si en sus cimientos respirara un poder antiguo y colosal. Los pasillos eran altos, interminables, con muros de mármol negro atravesados por vetas de azul profundo que parecían moverse cuando uno no los miraba de frente. Cada cierto tramo, columnas de oro sostenían bóvedas que se perdían en la oscuridad, tan lejanas que parecían el cielo nocturno.

El suelo, pulido hasta el extremo, reflejaba las antorchas que ardían con llamas inusuales: verdes, violetas, plateadas, doradas. No había fuego común allí dentro; cada chispa parecía un trozo arrancado de un sueño. El efecto era irreal, como si camináramos dentro de un cuadro donde las leyes físicas habían decidido tomar vacaciones.

—No intentes recordar el camino —me susurró Karis, notando mi mirada inquieta—. El templo cambia. Solo quienes tienen permiso pueden atravesarlo sin perderse.

“Fantástico. Otro laberinto mágico devorador de chicas ingenuas… ¿Qué sigue? ¿Dragones que escupen chistes malos?” pensé, tratando de no pisar con torpeza mi túnica de colores chillones.

Avanzamos durante lo que me parecieron horas. El eco de nuestros pasos rebotaba en el silencio solemne, mezclándose con un murmullo casi imperceptible, como si el propio templo respirara. En algunos pasajes había estatuas de guerreros elementales, tan realistas que parecía que podían saltar de sus pedestales en cualquier momento. Los detalles eran enfermizamente minuciosos: cicatrices en los rostros, venas en los antebrazos, ojos de piedra que parecían seguirme. En otros pasajes, símbolos tallados en las paredes emitían un resplandor sordo que se apagaba al pasar, como si reconocieran nuestra presencia y pensaran: “Sí, la tonta ha llegado”.

Finalmente, llegamos a una sala circular. El aire era más denso allí, cargado de un poder que vibraba en mis huesos. En el centro se alzaba el altar. Una mole de piedra blanca, con símbolos tallados en espiral que parecían arder desde dentro, como brasas que jamás se apagaban.

En torno al altar había cuatro círculos concéntricos dibujados en el suelo con polvo metálico: uno rojo como brasas encendidas, otro azul oscuro como el océano en noche cerrada, otro verde esmeralda brillante y el último dorado, cegador.

El aire tenía un olor penetrante: incienso, resina y hierro caliente. Una fragancia tan solemne como opresiva. “Qué romántico… olor a resina y posible desangre. Perfecto para un comienzo de matrimonio”, pensé, mordaz.

—Aquí comienza tu nueva vida —anunció Karis con solemnidad—. Hoy entrarás a nuestro clan de la mano de Art. Serás Per Sedyet para siempre.

De algún lugar sacó una capa negra de seda que, sin darme tiempo a protestar, me puso sobre la cabeza.

—¿En serio? ¿Tengo que parecer la versión medieval de la esposa de un jeque? —bufé, sintiendo que la tela me sofocaba.

—Es necesario, Serín. Ya lo leíste en el manual. Nadie debe verte aún. Primero tienes que adoptar tu nuevo físico y poder. Tú tampoco debes ver la ceremonia hasta que llegue el momento.

—¿Va a doler? Cuando me transformo… —pregunté en un susurro que apenas logré controlar.

—Un poco. Pero recuerda: el poder no se regala. Hay que pagar por todo. Y el dolor es un precio ínfimo por lo que recibirás.

No sonaba como un consuelo. Más bien como una advertencia de cirujano plástico: “Oh, le quedará muy bien. Pero una operación siempre es un riesgo”.

—No te preocupes, todo saldrá bien. Ninguna Valisa ha muerto todavía en este ritual. Además, para cada quien es algo individual. Lo entenderás durante la ceremonia.

Su voz era firme, pero había un trasfondo de compasión, casi de tristeza. Eso me asustó más que todo lo demás.

Obedecí. Caminamos unos pasos más y Karis me dejó sola. El murmullo de voces desconocidas se hizo audible. Voces graves, recitando en una lengua antigua que no entendía. Se me heló la sangre. Era un canto hipnótico, como un rugido contenido que vibraba en mis huesos.

Debido al velo, no podía ver nada de lo que sucedía a mi alrededor, pero distinguí una voz masculina y profunda presentando a cuatro miembros del consejo, ancianos de los clanes, quienes expresaban su satisfacción por la aceptación de Serín en el clan Per Sedyet como Valisa de Ártidon. Luego, esa misma voz se dirigió a mí:

—Extiende las manos con las palmas hacia arriba.

Lo hice, aunque mis manos me temblaban tanto que parecían agitadas por un terremoto.

De pronto, algo frío y afilado cortó la piel de mis muñecas. Jadeé, intentando no retirar las manos. La sangre resbaló y, apenas segundos después, sentí cómo otra palma se posaba sobre la mía, también herida. Un calor familiar se extendió entre ambos cortes, como si algo invisible buscara unirse.

¿Era Art? Quise creerlo.

El murmullo de los presentes se transformó en un canto más alto, casi ensordecedor. La sensación era sofocante: una presencia colosal llenaba el espacio, algo más allá de lo humano, que me observaba, que me evaluaba.

El ardor en mis muñecas creció hasta convertirse en llamas bajo la piel. Mis labios se entreabrieron para gritar, pero me forcé a resistir. Karis me había advertido que dolería un poco, pero no tanto. En realidad, sentía como si estuvieran inyectando estaño fundido por mis venas.

Mi cuerpo se arqueó. La respiración me ardía, cada inhalación era un cuchillo. La sensación subió por mis brazos hasta el pecho, hasta la garganta. Mi corazón latía tan fuerte que pensé que se desgarraría por dentro.

—¡Aguanta! —escuché a Karis en algún lugar, su voz distante entre el rugido del canto.

Pero no aguanté. Arranqué mis manos con brusquedad y, en ese instante, una ráfaga gélida me recorrió entera, como una ducha helada que aniquilaba de golpe el fuego de mis venas. El alivio fue tan brutal que casi lloré.

—¡¿Qué estás haciendo?! —gritó Karis—. ¡Tu iniciación ya ha comenzado!




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