Volvía a suceder.
Estaba frente a mí. Un mundo oscuro, donde lo único que encontraba, era a ella.
Su presencia consumía mi ser y me arrancaba cada ápice de vida de una forma tan violenta que magullaba mi corazón.
La oscuridad tenía un final, cada párrafo llevaba hacia un punto. Ella tenía derecho a existir.
La chica invadía mi sueño. Veía su rostro, su cabello, su desnudez.
Yo estoy solo. Tú, estás peor.
Éramos iguales, pero estábamos alejados de serlo... Sin embargo, ella era mi salvación.
Y yo la suya.
***
A falta de oxígeno me desperté en medio de la tormenta. Sólo hallé mi cama de la cual fui desterrado. Otro día más, tal vez el último en la ciudad.
En la ventanilla se apreciaba el rocío de una fría mañana.
Apoyé la palma en mi pijama, cubierto de sudor, el corazón latía impaciente, como si me gritara, en una solitaria rabieta donde terminaba sin mi apoyo. Largué un suspiro calmado y como buen actor, le puse la mejor cara a la mañana.
Parecía que convivía con el enemigo, mi colchón. Demasiadas batallas perdidas como para seguir quejándome. La poderosa tortícolis se esfumó en un santiamén al recordar que hoy debía de dar la actuación de mi vida, y como era de esperarse, los tambores aclamaron en mi habitación.
La puerta temblaba, cada golpe era un tornillo girando en mi oído. Si esa puerta estaba viva, pues ya no.
—Ahora bajo —dije sin ánimo. Ojeé la habitación para encontrar la ropa.
No paraba, porrazo tras porrazo. Entre mis dedos vagos y fatigados intenté tomar el picaporte, pero fue mi padre el que me ganó de mano, con la fortaleza de un impaciente, como si hubiera degustado una docena de energizantes en el desayuno.
La velocidad fue con tal atrocidad que el margen de metal rozó mi cara sacudiendo los pequeños vellos que palpaban mi frente, trastabillé unos cuantos pasos achicando mi cuello.
—¡¿Acaso intentas matarme?! —grité tan furioso que casi se me descuelga la mandíbula.
—Ya está el desayuno Libo… Maldito bastardo —susurró notando mi cara de dormido—. ¡Quiero que te muevas en este instante!
Mi padre se sumerge en el mundo del personaje que debía representar, puede durar días, incluso semanas creyéndose un pirata, algún monarca o en este caso, un guardia cárcel. Afirma que es para ayudarme, pero disfruta verme sufrir.
Espero que sea diferente al día en el que actué de sirviente, esa fecha marcó una mancha negra en mi historial.
"Pasa el trapo hasta que brille la baldosa".
Un escalofrío recorrió mi espalda.
—¿Crees que es lindo robarle a la gente? —sentenció agravando su voz y sus brazos en jarra.
Siempre se compenetra en su papel, es imposible desviarlo con otro tema.
—¿Qué esperas para ponerte el uniforme? —se tomó unos segundos para inspeccionarme con su mirada—. ¡Qué demonios! ¿Quién usa slip en el siglo veintiuno?
Cuánta energía llevaba este hombre por la mañana...
Hoy actuaba de recluso. Decidimos representar la vida que llevan los presos para enseñar a las jóvenes generaciones las consecuencias de ir en contra de la ley.
Endurecí la espalda.
—Ya bajo, señor.
Si íbamos a hacer las cosas, lo haríamos bien.
Me coloqué el vestuario de preso. Un naranja intenso, perfecto para ser discreto.
Al bajar por las escaleras, mi padre me esperaba con una voluminosa olla. Se apoyaba sobre la mesada con cansancio en sus ojos, sin ganas de trabajar, ahora actuaba de los que sirven la comida en las cárceles.
Llevaba un delantal negro y un toque del mismo color sobre su cabeza. Me dirigí al costado para recoger una fuente metálica, que con desagrado, arrojó un guisado.
Me estiró sus ojos y exhaló un lamento antes de ir a la cocina con la olla.
No tardó tanto, desde el living regresaba con uniforme de recluso y una peluca negra que se alargaba tras su cuello.
Se tomaba las cosas muy en serio. Venía la prueba más fuerte, la pelea entre los presos.
En silencio se acomodó a mi lado con una mirada difícil de interpretar. Esperé para que me diera pie.
La tensión creció gradualmente sobre el silencio de la mesada.
—¿Cómo estás, precioso? —largó imitando una voz femenina.
<<¿Eeeeeh?>>
Ondulaba sus negras melenas, una pícara sonrisa y su dedo índice amagando a tocarme la nariz.
Advertí que hacía el papel de homosexual dentro de la cárcel. No estaba mentalmente preparado, pero como buen actor, la improvisación es primordial.
—¡Largo de aquí, perra! —Respiré su nariz.
Necesitaba que entendiera mis gustos.
—Ay... No seas malo conmigo —dijo con toque femenino y me cruzó el brazo por detrás.
Estaba encerrado, pero no debía dejarme ganar.
Me levanté golpeando la mesa.
—Estoy aquí dentro... por asesinar caprichosos —le susurré. Supuse que un tono bajo daría más dramatismo—. Es una advertencia.
Me di vuelta y empecé a caminar hacia el espejo de la pared, quien fue testigo de mi tímida sonrisa. Cuando me detuve, los aplausos se oyeron.
Un explosivo choque de manos finalizó la obra.
—Maravilloso, Libo —Parecía tan orgulloso que iba a llorar.
—Hago lo que puedo. ¿Hoy visitarás a mamá? —le pregunté antes de marcharme a la academia.
Afirmó que se acercaría por la tarde.
Seis horas después, la obra ya estaba finalizando. Luego de confesar mis líneas en el anteúltimo acto, corrí al camarín. El segundo protagonista estaba ahí, por lo que su mascota también.
—Tho, tú perro tiene un grave problema. ¿Qué le das de beber? —Era un charco tras charco.
Durante la obra, ese perro había decidido no dejar un azulejo sin mear.
—¿Qué quieres que haga? Mi madre me lo encargó —Se lo notaba harto. Creo que ganaría un concurso de ojeras.
Me dio la impresión que el perro me frunció el ceño, su postura dura sin siquiera quitarme el ojo, me hacía pensar que llevaría sus planes a un siguiente nivel.